El silencio de las drogas

Luis Darío Salamone

Agradezco enormemente a la Nueva Escuela Lacaniana de México la invitación que me han cursado para compartir con ustedes una serie de actividades.

Cuando me invitaron, entre otras cosas, a dictar esta conferencia, como se acostumbra a hacerlo, comenzamos por pensar el título. La cuestión del silencio me pareció que resultaba apropiada para nombrar ciertas cuestiones que se juegan en relación a la problemática con las drogas. No recordaba que lo hubiéramos trabajado en el Departamento de Toxicomanías y Alcoholismo del Instituto Clínico de Buenos Aires, por lo que supuse que esta oportunidad que me han brindado con esta invitación, era una buena razón para hacerlo.

1-El silencio de la represión y la supresión tóxica
Sabemos sobre la actualidad que tiene el tema de las problemáticas con las drogas. Por más que sea un tema del cual se habla y mucho, que aparece todo el tiempo en los medios de comunicación, hay que decir que cierto manto de silencio recubre esta cuestión del consumo de tóxicos. Podemos pensar en muchas razones, en el dinero que mueve esto, en cuestiones de poder, en cosas que me parece que se piensan más bien a nivel de la política.

Pero hay algo que resulta estructural y es por lo que precisamente nos vamos a interrogar nosotros, y es esa relación que el sujeto puede mantener con una sustancia tóxica. Hay algo del silencio que se juega a ese nivel y resulta estructural porque el sujeto puede, a partir de una droga, acallar cierta problemática, de una manera tan contundente, tan radical, que hace que, por mucho tiempo, incluso en el psicoanálisis mismo, no se haya hablado demasiado de estas cuestiones.

Para que el sujeto no hable no necesita de drogas. Por un lado tenemos eso que acalla la represión, el mecanismo que está en la base de cualquier neurosis. En el caso Schreber, que es un caso de psicosis, Freud nos dice que el proceso de la represión se cumple mudo. Se cumple mudo y lleva a cierto mutismo. Theodor Reik en uno de los mejores textos que se han escrito sobre el tema, titulado «En el principio es el silencio» (1926) plantea que el paciente entra en la situación analítica rompiendo el silencio; hasta entonces ha callado sobre sus experiencias, emociones, por más que haya hablado mucho de sí mismo, no ha mostrado ese costado que aflora en un análisis. (Cómo dice Nietzsche, hablar mucho de sí mismo también puede ser una manera de esconderse).

Reik se refiere a un paraje llamado «zona de silencio» que se encuentra cercano a la isla de Vancouver, en el Océano Pacífico. En esa zona muchos navíos que se estrellaron sobre las rocas reposan en el fondo del mar, es una zona callada, ninguna sirena es capaz de advertir a los capitanes del peligro. El sonido del exterior no llega al navío. Reik compara esto al material reprimido. Cuando el sujeto llega a un análisis y comienza a hablar, esos primeros rumores, apenas perceptibles, tienen su eco en esa zona de silencio. Al principio puede hablarse con dificultad, el sujeto se enfrenta a una situación extraña, comienzan a aflorar cosas que no quiere o le resulta difícil decir, nos encontramos en un momento de incomodidad, no tardará en mostrar su costado de imposibilidad.

Con el consumo de drogas se busca también dejar de lado algunas cosas, pero no sólo se apela a la represión para llevar a delante esta situación, hay sustancias tóxicas que son muy eficaces para borrar cosas resultan intolerables, al menos en un principio, podríamos decir que los recursos tóxicos sirven de auxilio. Como lo plantea Freud en «El chiste y su relación con lo inconsciente», sirven para aligerar la instancia crítica que impide el placer del disparate. El alcohol, por ejemplo permite una alteración en el talante, dice que por eso no todos pueden prescindir de ese veneno. Ese talante alegre es generado por vía endógena o tóxica, rebaja la inhibición, la crítica y permite el resurgimiento de un placer sofocado.

Resulta interesante que alguien puede embriagarse para desinhibirse, para aligerar el superyó, sin embargo éste no tarda en tomar el comando de este recurso y es el que lo empuja al sujeto a gozar.

Los contenidos molestos, esas cuestiones que la represión no termina de desalojar, encuentran en las drogas un poderoso auxiliar para hacerlo. Esta es una forma de silencio que puede resultar más eficaz que la obtenida por la represión sin el tóxico como auxiliar.

Pero lo que se pone en juego tiene sus consecuencias, no hay represión sin retorno de lo reprimido, no hay cancelación, por más tóxica que sea, sin que eso de alguna manera vuelva. En oportunidades ese retorno puede ser silencioso, en otras no tanto. Pero hay que decir que las pulsiones de muerte también son silenciosas en su accionar, hasta que su murmullo pueda tornarse estridente.

Aún cuando el sujeto logre una «supresión tóxica» eso rechazado retorna. Y como suele ocurrir, no se sabe de qué manera.

Estamos planteando la cuestión en el marco de suponer que una sustancia tóxica aparece, como dijimos, como un auxiliar, en un sujeto con una estructura neurótica, poniéndose al servicio de ese mutismo que es característico del proceso de represión.

2- El silencio de las pulsiones y el del yo
Lacan va a tomar una diferencia existente entre dos términos: taceo y sileo. Taceo nos remite a ese silencio que es una consecuencia directa de la palabra no dicha, un silencio tácito, tiene que ver con el hecho de callarse; sileo lo podemos vincular, en cambio, a ese silencio que resulta estructural de las pulsiones. Hay una diferencia entre lo silenciado, aquello que deliberadamente queda en las sombras y lo silencioso, eso mudo, imposible de poner en palabras y que Lacan identifica con lo real.

Vemos cómo tenemos la posibilidad de pensar un silencio que es de otra naturaleza. En Freud hay muchas referencias que nos remiten a esta otra forma de silencio ligado a la pulsión de muerte. Por ejemplo cuando encuentra un parentesco entre la mudez del sueño y una figuración de la muerte (en el texto «El motivo de la elección del cofre») o cuando plantea en la «Presentación autobiográfica» que la pulsión de muerte, o de destrucción, trabaja sin ruido.

Vamos encontrando otro terreno, la represión apunta al silencio, pero también hay un goce callado, que no pasa al campo de la palabra, que guarda relación con la pulsión de muerte, en este terreno lo mete al sujeto, en muchas ocasiones, gracias las drogas.

El término que se había popularizado hace unos años, antes de se formara el TyA, el Departamento de Toxicomanías y Alcoholismo, era precisamente el de adicción, sin dicción, y resultaba bastante apropiado desde esta perspectiva, si optamos por el término toxicomanías, era porque el significante adicciones estaba muy desgastado, los tratamientos de las adicciones partían de identificar al adicto con ese término y procuraban reforzar esa identificación para lograr un control yoico. Este tipo de tratamiento primero se implementó con los alcohólicos para luego generalizarse en todos los casos de adicciones y luego en otros tipos de problemáticas.

No vamos a poner en duda la eficacia de este otro tipo de tratamiento, la tiene, podemos pensar en de que orden es. El psicoanálisis propone otra cosa. El de orientación lacaniana sabe que la apuesta por el yo, a la corta o a la larga, resulta nociva. Tenemos una idea freudiana del yo, es decir que el yo, puede parecer por momentos muy fuerte, pero es sumamente endeble. Y con respecto al goce, este no se deja manipular, ni tan fácilmente ni por mucho tiempo.

Alimentar el yo puede resultar problemático. Para Lacan «el yo está estructurado exactamente como un síntoma» (Sem 1. Pág. 31), afirma que es el síntoma privilegiado en el interior del sujeto, el síntoma humano por excelencia, su enfermedad mental. Por su puesto que no resulta extraño que una persona realice una apuesta de ese orden, lo llamativo es que se había olvidado dentro del psicoanálisis, por no haber leído correctamente «El yo y el ello», donde Freud nos dice que el yo se forma a partir de identificaciones, es decir que en su base lo que se juega es algo del orden de la alienación. Además Freud nos presenta su difícil relación con el superyó. Freud dice que «Es el monumento recordatorio de la endeblez y la dependencia en que el yo se encontró en el pasado, y mantiene su imperio aun sobre el yo maduro.» (Freud. El yo y el ello. Pág. 49). El yo está sometido al imperativo categórico del superyó.

Es interesante porque en muchos abordajes que se hacen de adictos se busca deliberadamente reproducir estas coordenadas. Para muchos psicólogos las toxicomanías nos muestran el paradigma de lo que sería un yo débil, un yo que no resiste la tentación de volver a consumir y que sería necesario reforzar. Procurar que el sujeto tenga un yo fuerte, para esto se pasa una temporada internado con un superyó exterior que le machaca con lo que tiene que hacer o dejar de hacer, hasta que el yo se vea fortalecido y, fundamentalmente aprenda.

Se llega a postular a la terapia de refuerzo yoico como una suerte de prótesis psíquica.

Para decirlo de una manera clara, siempre tengo la impresión de que la mejor representación que nos muestra como pensaban al superyó algunos analistas pos freudianos es ese personaje de Pinocho llamando Pepe Grillo, que era la conciencia de Pinocho, el responsable de guiarlo por el buen camino, y se quedaron algunos con la impresión de que el superó le dice lo que tiene que hacer al sujeto, que allí encuentra la ley. Pero esa ley, como lo vamos a ver, tiene su contracara.

Se pretende reintroducir por este camino algo del orden de la ley. Pero Lacan ha planteado muy pertinentemente que el superyó es la ley y su destrucción. Freud decía que el superyó tiene una afinidad con el ello, podemos decir que tiene una afinidad con la pulsión de muerte, lo digo en palabra de Freud: es el «cultivo puro de la pulsión de muerte», es cruel con el yo y sabemos que hay tratamientos que pueden resultar crueles. Freud hace todo un listado de cuestiones asociadas al superyó, la reacción terapéutica negativa, el sentimiento de culpa, la necesidad de castigo (asociada al mismo), que encuentra su mayor grado de manifestación en la melancolía, pudiendo llegar hasta el suicidio. Podemos agregar a esta lista el consumo de drogas, ya que el trabajo analítico nos muestra que se encuentra asociada a estas cuestiones. El yo es presentado por Freud como una pobre cosa sometida a servidumbres, del mundo exterior, el ello y el superyó. El yo es un adulador, oportunista y mentiroso, pero está sometido a los vasallajes del superyó y no tarda en convertirse en un almácigo de angustia. De esa angustia de muerte que se juega entre el superyó y el yo.

Resulta increíble cómo los psicoanalistas desconocieron estos postulado freudianos que resumo, en el texto pueden encontrar aún más cuestiones a partir de cuales nos podemos dar cuenta de porque pretender reorganizar esta relación entre el yo y el superyó es una tarea inútil, incluso arriesgada, Lacan nos advierte al respecto, nos dice cómo, sin quererlo, o incluso queriendo hacer el bien, podemos conducir a alguien hacia lo peor. Podemos entender porqué él nos decía que el superyó empuja al goce. Y el goce es el camino que nos conduce a la pulsión de muerte. Hacia un silencio definitivo.

Pero antes de llegar a él, hay una forma de silencio que tiene que ver con el yo, que se hace el distraído frente al accionar del superyó. No resulta extraño, ya que como Lacan se encargó de dejar bien claro en el principio de su enseñanza, resulta evidente que el yo tiene una función de desconocimiento y, cuando se apunta a él, aunque este pretenda que lo hemos vencido, no tarda en reabsorber esa enseñanza para seguir mintiéndonos. Porque el desconocimiento es su función fundamental. Vamos a una demostración clásica, hay sujetos que son alcohólicos, jugadores, o tiene cualquier adicción, de forma evidente y notable tanto para él como para el resto de las personas, pero cuando son confrontados a que padecen esta problemática, simplemente la niegan, no se dan por enterados y se dirigen alegremente al casino o a servirse una copa de vino, se pueden plantear que son mentirosos, pero sucede que, como decíamos, la función por excelencia del yo es el desconocimiento, es decir que es un embustero.

¿Conocen la fábula del sapo y el escorpión?, creo que es una historia africana.

Un sapo estaba en la orilla de un lago descansando en una roca mirando el cielo, un escorpión lo observaba atrás de unos arbustos, se acercó al sapo y le dijo «¿Me ayudas a cruzar al otro lado del lago? Yo me subo arriba tuyo y me llevas.» El sapo le dijo que no, que lo podía picar y moriría. El escorpión intentó convencer al sapo: «Yo no sé nadar, si te pico en el lago tu hundirás, y moriré junto contigo» Al sapo le pareció razonable el argumento y accedió. El escorpión subió en el sapo, y cuando ya iba por la mitad del lago sintió un picotazo en su cabeza, inmediatamente se detuvo y le preguntó al escorpión: «¿Por qué me picaste?, moriremos los dos». «Discúlpame -dijo el escorpión-, no quise hacerlo, pero no pude evitarlo… esa es mi naturaleza».

Esto pasa cuando uno se dirige al yo, tiene sentido común, puede ser razonable, puede incluso tener buenas intenciones y realizar el mejor esfuerzo, pero es muy probable que nos hundamos a mitad de camino, no puede con su naturaleza, su función de desconocimiento es algo a lo que no puede renunciar por mucho tiempo, el yo no está para aceptar la falta, la puede soportar a duras penas por un momento, pero volverá a ese rechazo, toxico o no, antes de llegar al terreno del deseo. Y esa parte diferenciada llamada superyó muchas veces resulta más venenosa y mortal que el escorpión. El superyó, nos dice Lacan tiene relación con la ley, pero se trata de un ley insensata, a tal punto que implica su desconocimiento. Era insensato, para el escorpión mismo picar al sapo, pero era su naturaleza, así actúa el superyó en el neurótico. Es la ley y su destrucción, un imperativo que llega a ser lo más devastador, Lacan nos dice que es una figura feroz.

Insisto en esto para que veamos la inutilidad para alguien de que nos convirtamos en una especie de superyó exterior auxiliar a partir de cual se le dice qué es lo que le conviene hacer. Me parece que acá convendría que recordemos cuál es un silencio que al sujeto puede convenirle: el silencio del analista, es sobre ese fondo que se reencontrará con su decir, es allí donde podrá encontrar los ecos de ese real que lo determina, y es en ese silencio donde se juega esa función de objeto el analista cumple para que el sujeto pueda racionarse de otra manera con lo real.

El psicoanalista no está para prohibir que el sujeto se drogue, sabe, a partir de lo que hemos planteado, que realizar un pacto con la parte sana del yo resulta inútil, simplemente porque no hay parte sana del yo.

3- El silencio en la cura
Cuando un analizante comienza su análisis puede suponer que ese silencio del psicoanalista le es ajeno a él, no tardará en percatarse de que es lo que tiene de propio, se trata de lo más íntimo, con lo cual trabajará para relacionarse de otra manera. Se encontrará con el silencio del analista para poder relacionarse de otra manera con el silencio estructural de las pulsiones. El semblante del analista está para que el analizante se relacione de manera diferente con lo que le resulta problemático.

El neurótico irá saliendo así de ese silencio propiciado por la represión, redoblado por el consuma de sustancias, volverá a encontrarse con el lenguaje para poder enfrentarse finalmente al silencio de las pulsiones sin sepultarlo como lo había hecho.

El sujeto pondrá en juego en el tratamiento un silencio que es una forma de resistencia, el analista tendrá que maniobrar para no alimentarla, pero que aparezca, resulta algo lógico. En principio el adicto no reconoce su adicción, no quiere concurrir a un tratamiento. Más tarde puede verse llevado a él, entonces quizás aparezca esa resistencia que no cae directamente sobre es silencio estructural, sino sobre lo conflictivo, entonces hablará a partir del síntoma. Resulta común que cuando un sujeto decide dejar de consumir aparezcan los síntomas, a partir de allí no es que el psicoanálisis se allane, pero se sigue el camino particular que pueda tener cada análisis, en verdad esto se jugó así desde el principio. Eso que permanecía acallado, que hablará en el síntoma para ser interpretado, lo pone al sujeto nuevamente en relación a ese Otro de la alienación, que habrá que desmantelar, pero de otra manera.

El sujeto irá, si hace un tratamiento analítico, de una posición cínica, cuando rechazaba al Otro, al inconciente, ayudado por los tóxicos; a un saldo cínico que podrá encontrar al final del tratamiento al comprobar que ese Otro con el que en su neurosis se relaciona, no existe.

Antes, cuando eligió el silencio de las drogas, siguió el camino del rechazo de lo simbólico, del rechazo del Otro que se le tornaba problemático, del rechazo del inconsciente, luego del trabajo analítico uno sabe de los límites de lo simbólico, de que se Otro es una construcción neurótica y que frente a las pulsiones uno puede tomar decisiones, que es responsable de cómo elige gozar y, en definitiva, vivir.

Enfrentarse a ese otro silencio implica que el sujeto se relacione con aquello que con las drogas pretendía obturar, con una falta que al taponarla lo sumía en un goce mudo y mortífero.

Quisiera tomar algunas referencias de otro muy buen texto que se ha escrito sobre el tema que se llama «El silencio primordial», habla del silencio en la cura, pero ha sido escrito por un filósofo argentino Santiago Kovadloff, nos dice que «el silencio terapéuticamente eficaz arrebata al paciente la ilusión de que sabe lo que dice y lo acerca a la intuición de que dice lo que debiera saber» (Pág. 53). El psicoanalista calla y le entrega al sujeto «el indescriptible paisaje de su alteridad», entonces «lo medular silenciado irrumpe y se deja oír». Kovadloff nos dice que curarse implica hacerse responsable, pero ¿de qué?: «Del preguntar como lo huérfano de respuesta. De la existencia asumida como el perpetuo interrogar por el sentido ausente». No se pregunta para responder sino porque no es posible hacerlo. Es decir se llega a un extremo donde ya no se busca, el silencio recorta un vacío frente al cual, por un lado se puede estar tranquilo, pero a la vez impulsado por un deseo que ya no encuentra los obstáculos propios y que procura hacer algo con los ajenos. Estar intoxicado al sujeto entonces ya no le depara ninguna ventaja, en el intento de mantener anestesiado el sufrimiento el sujeto metió en la misma bolsa su propio deseo. Y puede encontrar satisfacción en un recorrido que antes no aparecía en su horizonte.

Theodor Reik va a concluir su trabajo clásico sobre el tema con una referencia a Mahler que en una oportunidad dijo: «En música, lo más importante no se encuentra en la partitura», lo mismo sucede con el psicoanálisis. Reik ha sido uno de los psicoanalistas que no han reducido el silencio a una defensa. Abraham pensaba al silencio como una defensa frente al erotismo anal, Fenichel como una defensa frente a un deseo de felación. Reich recomendaba responder a ese silencio de defensa con otro por parte del analista, pero Reik no era tan rígido, pensaba que mucha veces el discurso escondía y el silencio revelaba, pero para eso hay que lograr salir de ese silencio provocado por las drogas. Se llega a otro puerto, Heidegger dijo que «sólo el discurso verdadero hace posible el silencio auténtico».

El analista es, como dice Miller, ese silencio en nombre del cual el sujeto habla, hasta ese punto en el que ya no hay nada para decir, hasta obtener ese silencio que no es defensa, de una intoxicación que busca tapar la falta, llevando a u goce autista, solitario y silencioso, un silencio que no se opone al acto, podríamos decir, un silencio, en nombre del cual, el sujeto actúa.

4- Desolación y silencio
Hay un texto de Freud que se llama «De guerra y muerte», allí dice «Hemos manifestado la inequívoca tendencia a hacer a un lado la muerte, a eliminarla de la vida. Hemos intentado matarla con el silencio». Hay sujetos que intentan hacer a un lado la muerte intoxicándose. Es muy frecuente escuchar en la clínica que sujetos que, de alguna manera se estaban matando con el consumo, procuran escaparle a la muerte. En muchos de estos casos la muertes una puerta, de entrada y de salida. El temor, el intento de negar la muerte, lo lleva al sujeto a entrar en el consumo, percatarse de que se están matando lo puede llevar a querer salir».

Ustedes saben que Edgar Allan Poe que tuvo problemas con el alcohol, también fumaba opio, algunos de sus cuentos fueron escritos bajo los efectos de esta sustancia. Hay uno entre ellos que fue catalogado como metafísico en las ediciones que ha traducido Julio Cortazar que lleva por nombre precisamente «Silencio»[1]. En este cuento, que es presentado como una fábula, el demonio nos habla de una lúgubre región donde no hay calma ni silencio. Todo funciona de una manera muy extraña, las aguas de un río azafranado no corren hacia el mar sino que palpitan tumultuosamente bajo el sol, un desierto de grandes nenúfares que suspiran son su marco. Más allá, en una floresta la maleza se agita y los árboles hacen ruido, sin que haya viento. En medio de ese clima raro en una roca se lee la palabra «desolación», también se ve un hombre cansado, triste, disgustado con la humanidad y con ganas de estar solo. Pero el hombre temblará en esa soledad, una y otra vez. El demonio maldijo y ese lugar siniestro fue víctima de una espantosa tempestad, lluvia, rayos y viento y el hombre seguía sentado allí. Entonces el demonio se enojó lanzó la maldición del silencio, todo se acalló, cesaron los murmullos, todo se apagó y en la roca se podía leer «silencio». El hombre se puso pálido, no escuchaba nada, se estremeció y huyó a toda carrera. El demonio le cuenta esta fábula a quien escribe el cuento y se rió, pero no pudo hacerlo.

Por tratarse de una fábula resulta más bien extraña. Peor me parece que eso que no puede callarse, que hace un ruido a tronador puede ser una buena metáfora de la pulsión de muerte. Ese hombre que se aleja de los humanos como un representante de la escuela cínica y que vive en su desolación, es maldecido por ese demonio, como lo hace con cualquiera de nosotros nuestro propio superyó, desea acallar lo pulsional hasta que llega a un silencio que ya no soporta, hasta que el real hace su eco más perturbador y huye.

De la desolación, en medio del murmullo permanente, a ese silencio intolerable, ese puede ser el camino que lo empuje a un sujeto que consume drogas, a un intento de rearmarse con otro estilo de vida. Cuando llegue a ese límite, a ese silencio que consiguió con las drogas, donde la cuestión se le torna insoportable y busque otro camino.

Notas

* Lic. en Psicología. Dr. en Psicología Social. Miembro de la Escuela de la Orientación Lacaniana y de la Asociación Mundial de Psicoanálisis (AE 2007-10). Co director del T y A (Toxicomanías y Alcoholismo) y Asesor de ENLACES, departamentos del Instituto Clínico de Buenos Aires. Docente del Instituto Clínico de Bs. As. y el Instituto Oscar Masotta. Profesor Asociado del Departamento y el Master en Psicoanálisis de la Universidad J. F. Kennedy. Autor del libro «El amor es vacío» y numerosos artículos publicados en libros, revistas y periódicos.

  1. Poe, Edgar Allan. Cuentos Completos. Círculos de Lectores. Buenos Aires, 1983.

Fecha: 01/04/2011
Modalidad: Presencial
Lugar: Auditorio de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México/Plantel Centro Histórico

IV JORNADAS DE LA NEL-cf CDMX:
PRESENCIAS DEL ANALISTA TEXTO DE ORIENTACIÓN
EJE: Presencias… en la ciudad y la época

Un despertar

¿Cuál podría ser la incidencia política un poco más allá de esta presentación negativa?

Tal vez cierto efecto de despertar. Un despertar respecto de aquello de lo que en

definitiva se trata en los ideales sociales: del goce y de la distribución del plus-de-gozar.

 (Jacques-Alain Miler)

Desde hace tiempo los analistas hemos afrontado el desafío ético de hacer a un lado la rutina del consultorio y asumir una presencia en los dispositivos comprometidos con la salud mental en nuestras ciudades, así como en los debates públicos con el Otro social. En este aspecto, no cabe desconocer que, más allá de la vigencia del discurso del analista y sus consecuencias prácticas, en una perspectiva más amplia, se trata del consentimiento a la convocatoria de Lacan de alcanzar “una incidencia política donde el psicoanalista tendría su lugar si fuese capaz de ello”[1]. Por supuesto, para estar a la altura de la época, ello exige al deseo del analista el miramiento por los síntomas de la actualidad, los impases en lo social, y el aggiornamiento permanente respecto de los discursos emergentes que se imponen al compás de cada tiempo.

Ahora bien, ¿De qué presencia se trata?, ¿Cómo pensar esa presencia?

Más allá del analista causa del trabajo del sujeto supuesto saber, correspondiente a la dimensión transferencial del inconsciente, encontramos una clara orientación en el Capítulo X del Seminario 11 Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis. Allí Lacan nos advierte sobre la presencia del analista, primordialmente, como una manifestación del inconsciente. Y es sólo desde ahí como tiene lugar su presencia real, más allá del par imaginario del a-a´, desidealizando, a su vez, la figura y la persona del analista, para reducir su función a la de un resto, “un resto fecundo” –en tanto una presencia muy particular que se pone en juego solamente en el arte de escuchar del analista. “El arte de escuchar casi equivale al del bien decir”[2].

Como vemos, ello no será ciertamente exclusivo de la experiencia analítica. Esta función estará activa en todos los vínculos donde se trata de la relación del sujeto con el saber y el goce. “Se trata en estos vínculos siempre de una relación transferencial encarnada en la persona que se supone agente de la acción, pero esa atribución de saber a la persona deja en realidad encubierta la relación del sujeto con el saber de su propio inconsciente, verdadero agente del vínculo”[3]. En la medida en que el analista con su acto recuerde la banalidad del sentido de las palabras, opere como el dedo elevado de San Juan tal como Lacan evoca en “La dirección de la cura”, señalando cómo somos hablados, que la referencia del lenguaje no existe, hará presente la perspectiva de lo real más allá de la realidad.

En este sentido, la ironía sirve muy bien a la posición del analista a la hora de perturbar los ideales sociales y revelar su naturaleza de semblantes respecto a un real que sería del goce. “Está más bien, como Sócrates, para hacer temblar, para hacer vacilar los ideales, a veces simplemente poniéndolos entre comillas, quebrando un poco los significantes-amo de la ciudad”[4]. Sin embargo, por otro lado, Lacan nos enseñó que los ideales son semblantes, arbitrarios, pero que esos semblantes son necesarios. La sociedad se sostiene gracias a sus semblantes, no hay sociedad sin identificaciones. Entonces si, por un lado, es cierto, el padre es un semblante, y, sí, se puede prescindir de él … sin embargo, no hay que olvidar que ¡a condición de saberlo utilizar!

Pensar la presencia del analista como la provocación de un despertar implica, necesariamente, sostener un deseo vivo. Seis años antes de su Seminario 11, en el texto La dirección de la cura y los principios de su poder, paradójicamente, Lacan dará al analista el lugar del muerto, dejando el yo a un lado para que pueda surgir el lugar del Otro para el sujeto, el inconsciente, su verdadera pareja, en el registro de lo simbólico. Es el lugar de la causa de la división del sujeto que Lacan formalizará más adelante con la función del objeto a, presencia irreductible.

Para finalizar, cabe mencionar el concepto de “acción lacaniana” que Jacques-Alain Miller ha propuesto para nombrar en el seno de la Asociación Mundial de Psicoanálisis la política de incidencia en los ámbitos políticos y sociales como el correlato del acto analítico en la sociedad. Si Lacan ha formulado que «No hay clínica del sujeto sin clínica de la civilización» es porque la topología del inconsciente lacaniano –allí donde el analista manifiesta su presencia- resulta, entre un afuera y un adentro, de una extimidad irreductible. ¿Cómo el deseo del analista pudiera, entonces, prescindir de la ciudad y la época?

 

[1] Miller, J.-A., El psicoanálisis, la ciudad y las comunidades.

[2] Lacan, J., El Seminario Libro 11 Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, Editorial Paidós, p. 129.

[3] Bassols, M., Presencia del analista, Cuadernos del INES Nro 14, Editorial Grama, p. 99.

[4] Miller, J.-A., El psicoanálisis, la ciudad y las comunidades.