Quisiera hablarles ahora sobre los afectos en psicoanálisis. Hoy me parece que tiene una importancia crucial poner en consideración este tema, fundamentalmente por las políticas que se puedan tener en el abordaje y tratamiento de los afectos. Lo primero a señalar es que hay una diferencia radical entre las emociones que son del registro de lo biológico, vital, y los afectos que son del orden del sujeto, “de su relación al significante y por lo tanto del goce”. Visto de este modo, los afectos remiten a la subjetividad, tienen una incidencia en el cuerpo y en los vínculos del sujeto con los otros.
La época actual regida por la globalización produce efectos de aislamiento, exclusión, segregación y de individualismo extremo. Esta situación trae consecuencias afectivas, mayormente bajo la modalidad de la depresión, soledad, violencia, odio, mal humor, ira, apatía, falta de perspectivas, tristeza, incertidumbre y pasajes al acto en situaciones extremas que dan cuenta de una sensación de precariedad simbólica; hay un padecimiento. Mención aparte merece la angustia indicada por Lacan como el afecto que no engaña, se tiene certeza de ella porque se siente en el cuerpo. De acuerdo con Lacan: “En la angustia el sujeto se ve afectado por el deseo del Otro. Se ve afectado de manera inmediata, no dialectizable. Por eso la angustia es lo que no engaña en el afecto del sujeto”. [1]
Hace poco pasando frente a un cartel de publicidad en Lima, la ciudad donde vivo, en el que se lee: “¡ADVERTENCIA! Para tener éxito y felicidad en la vida, tienes que estar preparado para cumplir con las exigencias del mundo”, escuché a un joven que le decía a otro exclamando: “¡Qué angustia, cómo se hace eso!”.
Los sujetos hoy se sienten cada vez más sin rumbo, sin un sentido que los oriente y le dé peso y orden en sus vidas. Los efectos de la globalización y del mercado en el orden social, en la realidad social son de pérdida de referencias e identificaciones. Faltan referentes, del discurso del Otro en el cual representarse y ubicarse.
En el pasado la identificación, los ideales del bien y la tradición eran la razón social y familiar en la búsqueda de la felicidad en colectivo: con la familia, en el matrimonio, en la comunidad, etc. Los ideales antes sostenían y regulaban las relaciones, eran una orientación para el vínculo con el otro y para encontrar cómo ser: cómo ser un hijo, un padre, una madre, un profesional, una pareja, un amigo. La pérdida de estos valores produce sentimientos de angustia, violencia, depresiones, ataques de pánico, manifestaciones de descontrol y desregulación. Los lazos sociales están fragmentados y debemos hoy considerar qué posibilita y mantiene los vínculos y qué produce su fracaso o debilitamiento.
Ahora quien tiene la voz del amo, sobre cómo ser y estar en la vida, y a qué identificarse, es el mercado pero que se vuelve un lugar de exigencias insaciables. El mercado, avalado por el discurso científico busca crear un nuevo sistema de valores concernientes a la vida en el que la felicidad encuentra un lugar en la programación. La economía cree tener en sus manos la programación de la felicidad cuando propone el consumo voraz y ansioso de objetos con los cuales encontrar un lugar en la sociedad. “La cuestión de la felicidad, formulada antes a nivel colectivo, hoy se ha vuelto la cuestión del goce, conforme a la lógica individualista de la modernidad”.[2]
La felicidad parece programada. Pero vivimos la “tiranía” de los objetos, que empujan al goce, a la satisfacción sin restricciones y vuelve exigente la demanda de la felicidad. Los objetos están hechos para causar nuestro deseo y se busca encontrar la felicidad en y con ellos. La civilización hoy encamina su búsqueda de la felicidad en el consumo frenético de objetos, cuantos más, mejor. No hay que pensar que los objetos no nos dan momentos de felicidad pero constatamos que la felicidad de este modo se acaba rápido. Después hay que buscar otros objetos para volver a obtener la tan ansiada felicidad, para otra vez volver a constatar su carácter transitorio. Si hay un imperativo hacia ser feliz, podemos decir que la felicidad también es un objeto de consumo. No se toma en cuenta que por la vía del consumo se aplasta el deseo, que la felicidad de uno va de la mano del deseo del Otro.
La experiencia psicoanalítica por la palabra hace emerger la experiencia afectiva, es decir lo reprimido en un sujeto. Pero sabemos que los afectos no se reprimen, sino que se instalan en el cuerpo, se desplazan o están a la deriva, el sujeto no encaja ahí. El cuerpo está afectado por el significante y esto produce efectos que son precisamente los afectos.
No se trataría entonces de la adecuación o de la adaptación de un sujeto en su entorno. No habría manera de pensar en una buena adecuación para todos en el medio. No hay manera de pensar los afectos desde el orden de lo biológico o de lo psicobiológico.
Hoy nos encontramos obligados a responder al mercado de consumo, se cree que la felicidad se consigue del lado del exceso. Es un empuje a un goce que nos invade, nos transforma y nos divide. El sujeto no se reconoce, es un factor de angustia. La multiplicación de los objetos de consumo por el mercado vuelve el consumo adictivo. Los objetos son de uso directo e inmediato para ser descartados y producir uno nuevo. Es la política de la utilidad directa.
El mercado se ha vuelto absoluto y toda actividad humana debe pasar por ese ámbito. El mercado es lo que domina, ofrece objetos fabricados masivamente, ofrece también conocimientos, o cultura para el consumo.
El empuje al consumo responde al imperativo al goce. Los sujetos buscan la satisfacción de este modo, buscan paliar el sufrimiento y el malestar por esta vía. Las promesas de consumo globalizado buscan transmitir una idea de totalidad global pero que, visto bien, son promesas de un consumo sin límites. Vivimos esa paradoja, la promesa de la totalidad pero con un empuje a lo ilimitado. Si antes se pensaba que el límite lo ponía el estado o el ideal del hombre con el humanismo, la política, los gobernantes, el padre, ahora la falta de totalidad puede producir afectos descontrolados como crisis de angustia, o pánico. El consumo adictivo y el individualismo, tan valorado en estos tiempos, conducen a la exclusión, segregación y a la satisfacción en solitario. Hoy nos encontramos con sujetos frágiles, precarios, que sufren de depresión, angustia, que viven en un estado de tristeza, culpa, aburrimiento, incertidumbre, de odio, sujetos afectados que no saben la causa de eso que los afecta.
Cada vez hay más objetos porque rápidamente los objetos pierden su atractivo y no motivan más el deseo. Los objetos se vuelven desechables y su consumo no es tanto por el objeto en sí, sino por la satisfacción misma. Entonces, a mayor consumo, más satisfacción. Es la tiranía del objeto que hoy queda develada. Por efecto del mercado, los objetos están sueltos, aislados, desligados de los sujetos. La satisfacción por sí misma sería la expresión de un hedonismo generalizado. Pero, como advierte Éric Laurent, la satisfacción que producen los objetos no es sin efectos, no hay un hedonismo apaciguado, hay algo que siempre se escapa, el hedonismo es un sueño.
Éric Laurent, en su texto “Hijos del trauma”[3], muestra que hoy vivimos una situación en la que el trauma se ha generalizado. El manual del DSM IV lo enfoca de esa manera y plantea al trauma como un disturbio susceptible de ser removido. Este enfoque no toma en cuenta la causa del trauma, solo lo generaliza y contempla los efectos sintomáticos que podrían eliminarse.
Los efectos se presentan como un exceso que escapa a cualquier ordenamiento. Hoy en día todo entra en la programación científica: la programación genética, por ejemplo, desarrollada aún más con las investigaciones sobre el código genético y el genoma humano, o la manipulación de embriones animales y humanos. La programación del medio ambiente también es una preocupación de la ciencia, aunque los cambios climáticos que amenazan el futuro son una señal de lo que se escapa a la programación.
De este modo el discurso científico busca hacer existir una causalidad programada, pero el trauma surge como un obstáculo a esta programación. Aquí encuentran su lugar toda una serie de especialistas que asistirían al ciudadano –es la tesis de Laurent–, al ciudadano perjudicado por las rupturas en la programación: terapeutas, psicólogos, abogados, médicos, asistentes sociales, acompañantes terapéuticos, etc. Aquí se ve que la demanda de atención no es en base a un deseo de verdad, sino en función de atención personal. Se trata del sujeto perjudicado cuando deja de ser el ciudadano feliz y consumista en el mundo de hoy programado por el mercado. No es el sujeto que asume la responsabilidad de sus actos.
El discurso médico informa cada tanto de los avances de su disciplina en nombre de la seguridad y de la salud. Son “las buenas noticias del progreso” que periódicamente nos llegan anunciando que se ha franqueado una nueva frontera.[4] Las buenas noticias consisten en anunciar que el saber es capaz de dominar lo que antes era imposible.
Hoy la salud ya no está referida solamente al cuerpo como organismo, se convierte en un objeto de mercado, de controversias éticas, y de luchas políticas. Jaques-Alain Miller puso en debate una investigación biotecnológica [5] que arrojó como resultado la creación de un cromosoma sintético que puede dar una nueva forma de vida. Por ahora es una bacteria de laboratorio pero podemos imaginarnos los alcances a futuro en la medicina, y armas biológicas, entre otros destinos.
La industria farmacéutica es una de las más rentables de todas las industrias hoy en día. Además del buen uso que se pueda hacer con algunos medicamentos según sea el caso, lo cierto es que hay un interés comercial que sobrepasa todo interés médico. La enfermedad se ha vuelto un producto industrial. Para cada enfermedad hay una pastilla y para cada pastilla una nueva enfermedad.
La televisión alemana difundió un documental sobre el valor empresarial que ha cobrado el ejercicio de la medicina. Si los médicos hoy tienen problemas para ganar más dinero en la práctica privada, se recomienda que enfoquen su práctica en la franja de la población que cuidaría más de sus cuerpos para sentirse sanos y felices. Se dirigen a la tercera edad, hombres y mujeres que tienen la tranquilidad del dinero de su jubilación y tiempo para dedicarse a sí mismos, que quieren cuidar su salud, y están alienados al empuje por el cuerpo perfecto, siempre joven, eterno. El cuerpo es un objeto afectado por las exigencias del mercado y el ideal de perfección y juventud. Se mostró en el documental un centro de tratamiento creado bajo la modalidad de un spa que ofrece paquetes de rejuvenecimiento por medio de dietas, purgas, ejercicios, saunas, masajes. Para acceder al tratamiento, los pacientes llenan unos cuestionarios y se someten a una serie de exámenes clínicos cuyos resultados son comparados con los patrones normales del estándar. El resultado de los análisis son los que deciden la medicación: hormonas, vitaminas, enzimas, etc. sin realmente considerar si lo necesitan o no.
El discurso de la ciencia presiona por hacer evaluable el malestar en los sujetos, traducirlo en números estadísticos y determinar tratamientos uniformes, iguales para todos. Se busca controlar los afectos controlando el cerebro y el sistema nervioso central. El método de estudio y medición por imágenes del cerebro busca hacer una cartografía cerebral de las emociones. La felicidad y la alegría podrían ser ubicadas y separadas de todo sentimiento de desdicha o malestar de este modo. Pero si la felicidad o la tristeza son objetivables, ¿cómo explicar las variaciones en estos afectos entre los individuos a lo largo del tiempo?
Ante el intento de algunas políticas de encontrar un índice único de la medida de la felicidad, Éric Laurent llama la atención que se ha reemplazado la heterogeneidad de las causas del deseo por medidas que no toman en cuenta la subjetividad. No hay medida ni evaluación de los afectos que los homogenice, que los haga igual para todos. Esto produce un “efecto perverso ya que deja en manos del experto que –con sus cifras– pueda imponer la felicidad a un sujeto; dice saber más que el sujeto, y entonces se permite forzarlo a una posición de goce en nombre de su felicidad”[6].
Estas políticas ignoran las paradojas de la pulsión y del inconsciente, que no se pueden controlar. El más allá del placer, el imperio del goce, y el deseo como deseo de otra cosa, son dimensiones que entran en conflicto y ante las cuales no se puede programar ni imponer la felicidad.
El cientificismo del discurso médico, haciendo fuerza con el mercado, busca combatir lo que iría en contra de la programación de la felicidad. La salida la ubican en operar sobre lo que aparece como un gran mal hoy: la depresión, que ha proliferado de manera inesperada perjudicando los sistemas de salud y laborales. Una enfermedad que amenaza ser una pandemia, generadora de discapacidades. El enfoque del tratamiento psicoterapéutico apunta a elevar la autoestima. Hoy no está permitido estar triste ni aburrido. El tratamiento con fármacos, con las llamadas “píldoras de la felicidad”, no contempla los estragos que produce la medicalización masiva. Hacer a un lado la singularidad se paga con los efectos devastadores del retorno de lo reprimido.
Pero para pensar el problema actual de la depresión – más allá de una melancolía o el sufrimiento por un duelo – hay que ubicar la posición subjetiva depresiva ligada al malestar de la época, relacionados con los mandatos que los sujetos deben cumplir para alcanzar la felicidad, logros y tener éxito en la vida. Aquí con lo que se topa un sujeto es con el “fracaso” para enfrentar las demandas de logros, y una psicoterapia que intente adaptar al sujeto a los circuitos de felicidad solo conduce a más sufrimiento y más soledad. Se necesita orientar al sujeto hacia sus deseos para que empiece a darse cuenta de lo que le pasa.
Hoy todo está referido al mercado vía el capitalismo industrial y financiero. Lo que importan son los números, cuánto se produce y qué ganancias se obtienen. El número, la cifra es lo que importa, cifra que no tiene contenido, importa solo como idea, no tiene un contenido para ser descifrado, responde a la idea de que “es eso porque es eso”. Con un sentido utilitarista se busca saber cuánto cuesta y qué beneficios económicos se puede obtener –es la relación costo-beneficio de las cosas– solo así algo sirve.
La crisis financiera que ha ocupado a los medios últimamente es una crisis del discurso del amo que pone en evidencia el fracaso del saber económico que no puede ordenar el mundo, que se descubre como una ficción y desregulación. Se cree en los modelos económicos, hay un saber supuesto en ellos, una creencia en ellos. Ahora debemos recordar que hay un límite en el saber de estos modelos, que pueden fracasar. La crisis financiera pone en evidencia que el dinero no vale nada. [7] Asistimos esta crisis que pone en evidencia la debilidad y la precariedad de lo humano, evidencia lo imposible de dominar y que puede desencadenar el pánico una vez que se rompe los lazos fundados en el dinero. El pánico saca a la luz la verdad del lazo social.[8] Mientras existan los vínculos libidinales, a eso apuntaríamos, será posible mantener una coherencia y estabilidad en los lazos.
Entonces, vivimos tiempos en los que se incluye el goce en los derechos del hombre, vivimos la juridificación del goce. Pero el síntoma se manifiesta como el régimen propio del goce, necesariamente el sujeto experimenta el síntoma. El psicoanálisis se orienta por la política del síntoma para tratar el malestar. Ubica al síntoma en el centro del malestar y acompaña al sujeto en el reconocimiento de sus singularidades, y a que encuentre una forma de regulación del empuje al goce que tiene efectos mortíferos. El síntoma ubica el fracaso del lazo social pero también el síntoma es lo que hace posible el vínculo social, con el Otro y el despertar del deseo. En esa línea nos orientamos y empeñamos, es la ética del psicoanálisis, es nuestra política.