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La dimensión social del síntoma

La dimensión social del síntoma

Enric Berenguer

Hay un prejuicio de que los psicoanalistas no nos interesamos en lo social. Voy a tratar de mostrar que, al menos en la orientación del psicoanálisis en la cual yo me inscribo, la orientación lacaniana, esto no es así. Por ejemplo, podemos encontrar la buena manera de dar un lugar a lo social en la consideración del síntoma y para esto, lo fundamental es rehuir simplificaciones.

Generalmente, escuchamos a este respecto toda una serie de debates, más bien estériles, como si se tratara de optar entre la consideración de los síntomas como un fenómeno individual o como fenómenos colectivos. De alguna manera, vamos a demostrar que, justamente, de lo que se trata es del anudamiento entre dos lados del síntoma, que de hecho son inseparables. Y voy a tratar de dar algunas nociones que les permitirán entender lo que es un concepto fundamental para el psicoanálisis.

Pero empezaremos con algunas consideraciones sobre lo individual y lo colectivo, que para el psicoanálisis están anudados. Esta idea no es reciente, tampoco es una idea que se le ocurriera a J. Lacan, a pesar de que él, particularmente, en su seminario XVII, El reverso del psicoanálisis, elabora de una forma muy específica la cuestión del anudamiento entre lo social y lo individual. De hecho, cuando lo hace, está desarrollando una propuesta de Freud, claramente expuesta en Psicología de las masas y análisis del yo. Freud parte en este artículo de una afirmación clara, dicha de una manera incluso provocativa: para el psicoanálisis no hay diferencia entre la psicología individual y la colectiva. Es una afirmación que sorprende, porque de alguna manera la gente se acerca al psicoanálisis como una forma de la psicología de las profundidades del individuo. El argumento de Freud se basa en el concepto de identificación, que es un mecanismo que él descubre en la psicología individual, pero que, por su estructura, supone un vínculo con el Otro. La estructura misma de la identificación es colectiva.

Algunos podrán decir: «Usted ha entrado por otra puerta… como nos quiere demostrar que el psicoanálisis se ocupa de lo social, entra por la puertecita de la identificación, que es un concepto en el que lo individual y lo colectivo están, de alguna forma, relacionados de entrada. Pero, ¿qué pasa con el síntoma? El síntoma es otra cosa. Sí, los psicoanalistas reconocen que hay toda una serie de mecanismos de identificación que suponen una apertura a la dimensión de la alteridad y de lo colectivo, pero, cuando se ocupan de los síntomas, se refieren a fenómenos distintos, que son considerados desde el punto de vista de lo individual». Parece lógico hablar así, pero es erróneo, por una razón que puede parecer sorprendente, pero que contiene la clave del problema.

Hay algo en la naturaleza misma del síntoma que lo convierte en lo que podemos llamar el reverso de un concepto clave que Freud desarrolla en Psicología de las masas… En efecto, allí Freud descubre una función fundamental que supone la transición de las identificaciones individuales a lo colectiva, en el sentido de lo social: es lo que llama el ideal, en concreto el ideal del yo. En su trabajo nos permite ver que lo social está fundado en esta función, que en buena medida adquiere para el sujeto la forma de ideales sociales, explicitados como tales. En su Psicología de las masas, muestra que las estructuras sociales de cualquier naturaleza se pueden definir como grupos amplios y difusos, en los cuales de lo que se trata es de la relación de un conjunto de individuos con un ideal. Ahora bien, precisamente el síntoma, como vamos a ver, se puede definir como el reverso de los ideales. O sea, que una de las definiciones de un síntoma podría ser esta: todo aquello que, de una forma u otra, hace que algún tipo de ideal fracase. Ahora bien, lo que es el reverso de una cosa, necesariamente tiene cosas en común con y participa de algunas cuestiones con ella relacionadas.

¿Que es un ideal? Podemos definirlo, de la manera más amplia, como un dispositivo que promueve la identificación del sujeto a partir de una serie de rasgos determinados que cobran valor en un contexto discursivo dado. De alguna manera, estos rasgos de identificación van a desempeñar, respecto a su deseo, la función de cierta forma de finalidad. Se trata de que el sujeto desee en conformidad con una serie de elementos extraídos de un discurso que es común y que se comparte con una comunidad. Comunidad que, como dijo Freud en Psicología de las masas, no se define por el número, sino por su estructura. En términos lacanianos: basta con el sujeto, su Otro y el ideal.

En este sentido, si nos situamos ya en el ámbito de lo social, podríamos decir que estas identificaciones ideales tratan de orientar el deseo del sujeto sometiéndolo a lo que sería una finalidad valorada socialmente. Es decir, por ejemplo: los ideales definirían un ámbito de relaciones en el que las cosas deberían funcionar, en que hay toda una serie de operaciones que tienden hacia la realización de lo que es percibido como cierto bien común y compartido. Por supuesto, esto supone un sometimiento del deseo individual a un modo de funcionamiento, ya que está en juego algo que debe ser alcanzado.

Cuando Freud escribe su ensayo en los años 20, estaba en juego una operación política importante, consistente en que, en el ámbito germano, donde él está estudiando este fenómeno, se promueven nuevas identidades nacionales. En Austria y en Alemania estaba en ascenso de una nueva forma de tratamiento de la identidad nacional, que es lo que dio lugar al nazismo.

El discurso nazi, nacional-socialista, lleva al máximo extremo esta operación. Se trata del sometimiento sin límites a un ideal muy exigente, incluso loco, frente al cual ciertos bienes particulares, ciertas particularidades, no tienen ningún lugar, por lo que deben ser eliminados. Ese ideal extremo es el centro de una especie de maquinaria discursiva destinada a que el fin último, que sería la promoción de una identidad nacional y racial germánica, llegue a su fin, se desarrolle convenientemente.

Hay muchos otros aspectos de la cuestión que no trataremos, porque sólo nos interesa tomarlo como ejemplo extremo del funcionamiento del los ideales en lo social. Con esto, hemos empezado destacando un aspecto, por así decir, negativo de lo que está en juego en lo social cuando se trata de ideales, aunque podríamos mencionar otros. El psicoanálisis critica los ideales, pero reconoce su necesidad, ya que no se trata de una función que se pueda suprimir así como así, hay que hacer con ella de algún modo.

En todo caso, la dimensión del síntoma, precisamente, es lo que se opone a la realización de estos fines últimos propuestos por el ideal. En el lado opuesto, podemos definir como síntoma todo aquello que interviene, tanto en el plano de lo individual, como en el plano de lo colectivo, haciendo fracasar el programa del ideal. El programa del síntoma es un «mal programa» frente al programa del ideal, que pretende ser un «buen programa». Y el uno siempre interfiere en el otro. La verdad es que no hay el uno sin el otro.

Nos encontramos, pues, con una pequeña paradoja, que sería la siguiente. A pesar de que el síntoma es lo más opuesto al ideal, en realidad ambos funcionan como la cara y la cruz de una misma moneda. Por lo tanto, dada la dependencia mutua de los ideales y los síntomas, se influyen mutuamente. De tal manera que los síntomas acaban adoptando, en su estructura, en su forma y en su contenido, algo de los ideales que están en juego en cada momento en una sociedad, en cada momento histórico.

De ahí que no deba sorprendernos que en la actualidad haya cosas que se produzcan a nivel global, como el auge de ciertos síntomas que casi tienen una especie de estatus epidémico. Por ejemplo, las anorexias, con todas las patologías definidas como «de la alimentación». Hay un ideal de belleza muy generalizado, y eso da forma en buena medida, en muchos casos, a esos síntomas que implican a la alimentación. En realidad, podríamos llamarlas también patologías de la belleza, porque se trata de una reacción que tiene algo de epidémica y que toma la forma de cierto fracaso del ideal de belleza. Fracaso que toma dos formas: por un lado, las personas que no pueden cumplir con él y comen compulsivamente; por otro lado, las personas que llevan ese ideal hasta un extremo insostenible, dejando de comer, lo cual supone otra forma de fracaso (como en esas muchachas que son verdaderos esqueletos andantes, mostrando el rostro de la muerte tras el de la belleza).

Vemos, en este caso, como están anudados los ideales y los síntomas. Es decir, seguramente si no existiera ese ideal de belleza como algo extendido, esos síntomas no tendrían tanta relevancia a nivel sociológico. La anorexia no es un fenómeno exclusivo del siglo XX, por supuesto, pero seguramente en otros contextos discursivos tales síntomas tendrían otra función u otro estatuto. Por ejemplo, se ha hablado de Catalina de Siena, un caso famoso, como una de las pioneras de la anorexia. Y si estudiamos su caso, podríamos mostrar toda una serie de cuestiones que siguen siendo vigentes en el análisis de lo que sería una anoréxica actual.

Sin embargo, como hemos dicho, en la constitución específica del síntoma de una anoréxica actual se incluye a menudo, como una referencia fundamental, algo que tiene que ver con los ideales de belleza. Mientras que, en el caso de Catalina de Siena, los ideales que están en el horizonte tienen que ver con la pureza. Son ideales distintos. La pregunta es: ¿es el mismo síntoma, o son síntomas distintos?

Se trata de ver que todo síntoma va siempre a definirse o articularse con respecto a toda una serie de discursos actuales, que tienen toda su importancia porque, en cierto modo, definen el material mismo a partir del cual el sujeto lo construye. En este punto hay toda una serie de cuestiones que, precisamente, el psicoanálisis de orientación lacaniana ha permitido pensar de una forma rigurosa.

Como hemos dicho, Lacan retoma algo que había planteado Freud. Cuando Freud dice que no hay diferencia entre lo individual y lo colectivo, lo refiere al estatuto concreto de las identificaciones constitutivas del sujeto. Lacan generaliza esto escribiendo, como el núcleo mismo de la subjetividad, la relación entre el sujeto y el Otro. Esta fórmula se puede considerar como una formalización de la tesis que de Freud que hemos comentado.

Luego vemos que Lacan, a lo largo de toda su enseñanza, va a definiendo esta función del Otro con mucha precisión y a la vez con mucha amplitud. No se trata solamente de hacer de ello una lectura superficial, pensando, por ejemplo, en las figuras significativas con las que el niño produce una serie de operaciones, en las que se constituye como sujeto, etc. Para Lacan, por supuesto, toda una serie muy diversa de figuras, a lo largo de la vida del sujeto, son fundamentales porque encarnan la función de una alteridad fundamental, basada en la realidad del lenguaje.

Hay muchas encarnaciones de esta dimensión de la alteridad. Desde luego, puede ser ocupada en un momento determinado por el padre, por la madre, por ambos a un tiempo (Freud hablaba de «los padres»), pero también, de un modo, específico, por el partenaire amoroso o sexual, así como también por figuras que tienen que ver con el ámbito de lo social, como el maestro, el profesor., etc. Y, en otro plano, por funciones discursivas o, como determinados significantes fundamentales que tiene una función de orientación para el sujeto. Así, esta función del Otro es una función totalmente abierta en la que caben, por supuesto, toda una serie de fenómenos que corresponden claramente al ámbito de lo social.

Por ejemplo, cuando una chica anoréxica está construyendo su síntoma, ¿cuál es su Otro, el Otro con respecto al cual constituye su síntoma? Por supuesto, seguramente, está la madre, que puede estar implicado de una forma importante, tratándose de la alimentación. Pero sería un error pensar que se trata solamente de eso, porque, por ejemplo, lo que se produce entre esa chica y su madre, en otro momento histórico, se hubiera podido jugar o anudar de otra manera. Así, aunque la familia del sujeto esté en juego en la producción de un síntoma, eso no excluye el papel del Otro social, a través de discursos y de significantes que tienen un efecto de determinación innegable. De ahí que los síntomas en su realidad concreta obedezcan también a variables históricas y sociales.

Por ejemplo, en la gente de mi generación, hace unos años, en lo que se refiere al tipo de problemáticas de las adolescentes con sus madres…. Éstas se expresaban muy a menudo en términos de una lucha por la liberación sexual en la que estaba en juego la libertad individual, etc. Algunas chicas se fugaban, y esto daba lugar a toda una serie de vicisitudes en su iniciación sexual, etc. Actualmente en Europa no es así: las adolescentes informan tranquilamente a su mamá de que han tenido relaciones sexuales con un chico. Y la madre les dice: «¡Cuídate! Oye, pónselo» (refiriéndose al condón, para que no se infecte del virus del SIDA). Ahora ése no es un ámbito de lucha. Por ejemplo, no está en juego el ideal de virginidad, de modo que seguramente ya no hace falta hacer síntomas con eso. Aunque, por supuesto, se hacen con otras cosas.

El aspecto de la cuestión que tratamos de destacar, y que por supuesto sólo es una cara de la cuestión, se podría resumir así. Cuando se instala un ideal, de alguna forma se movilizan toda una serie de fuerzas tanto a nivel individual come colectivo que lo hacen fracasar. Con referencia a la sexualidad esto se ha calmado mucho. Eso no significa, desde luego, que la conflictiva de las adolescentes con sus madres haya desaparecido, simplemente ha tomado formas distintas.

Como vemos, este pequeño matema de Lacan, la relación del sujeto dividido con el Otro, debemos interpretarlo en un sentido muy amplio. El Otro incluye tanto las figuras más inmediatas de la experiencia del sujeto, como también los discursos ambientes. Estos, de alguna manera, resignifican toda una serie de elementos de la vida particular del sujeto. Acaban constituyendo, podríamos decir, una especie de dialecto que él adopta para articular algo de un diálogo fundamental.

En el fondo, el conflicto que algunas chicas de hoy en día están diciendo en términos de trastorno de la alimentación se parece en algunos puntos a lo que otras chicas decían en términos de liberación sexual. Son dos dialectos distintos. La pregunta es: ¿qué sean dialectos distintos, cambia la esencia de lo que se habla? ¿Sí o no? Es decir, ¿se está hablando de lo mismo usando la lengua de los trastornos de la alimentación que cuando se usaba la lengua de los trastornos de la liberación sexual, o es distinto? Es una pregunta que les planteo para discusión.

Habría dos polos puntos de vista opuestos para responder a esta pregunta, dos orientaciones aparentemente antagónicas. Una sería: lo importante es la cosa, la cosa de la que se habla. El dialecto, la forma de hablar, no influye. Pero, precisamente, la posición de Lacan es que no es así, porque la lengua en la que algo se articula, también, en cierto modo, cambia la cosa misma. De ahí que los psicoanalistas no se puedan desentender de lo social. Tomando lo que de alguna forma se podría plantear en términos de conflicto generacional entre adolescentes y adultos, entre las jóvenes y sus madres, por ejemplo. No es lo mismo cuando eso se traduce a los términos de un problema de la alimentación, porque ello incluye toda una carga significante y discursiva que modifica los términos mismos del problema. Ahí hay una interrelación muy profunda con cosas de la época, que justifica ciertas variables estadísticas, la dimensión epidemiológica de los síntomas. Aunque, por supuesto, se trata de no perder de vista el otro lado, que también dice una parte de la verdad. Se trata de no perder de vista ninguno de los dos.

Pero ahora vamos a abordar otro aspecto del tema que nos interesa, que introduciremos como una objeción muy seria al interés de los psicoanalistas por lo social. Porque, de hecho, en la última parte de su enseñanza, Lacan desarrolla todo un trabajo en relación con el síntoma que destaca un lado muy distinto del síntoma. Se trata, por así decir, de lo menos social del síntoma.

Lacan da mucho más valor en ese momento, teniendo en cuenta toda una serie de trabajos de Freud de sus últimos años, a un lado del síntoma que parece mucho más rebelde a lo que sería su articulación con la dimensión del Otro. En este sentido, entonces, el síntoma se puede definir, en el extremo opuesto, como una especie de núcleo autístico en el sujeto. Porque si algo descubre el psicoanálisis, es que en el síntoma hay una participación fundamental de lo pulsional, de la pulsión. La pregunta, entonces es: ¿cómo encaja esto con ese aspecto más social del síntoma que antes hemos descrito?

Trataré de aportarles algunas nociones para poder pensarlo en una forma ordenada… Como hemos visto, toda una gran parte de la enseñanza de Lacan es el desarrollo de la teoría del significante, que es su forma de articular y formalizar lo que Freud había planteado a partir del concepto de inconsciente. Pero en Freud no está solamente el inconsciente, sino que también está la pulsión. Y la gran cuestión, para Lacan, es cómo ir introduciendo en toda esta doctrina que ha ido elaborando sobre el significante, como formalización del inconsciente, la dimensión de lo pulsional.

Jacques-Alain Miller, en su curso en París, «La orientación lacaniana», ha hecho un trabajo durante años para mostrar de qué manera en la enseñanza de Lacan se van articulando estas dos dimensiones, empezando por un predominio absoluto de la primera, para acabar con lo que parecería el predominio de la segunda, aunque, por supuesto, eso no supone una liquidación de lo anterior.

Lo que hemos dicho hasta ahora del síntoma, es su apertura o su conexión con el discurso, con el significante; hemos valorado lo que sería la capacidad estructurante de los discursos y los significantes, para, de alguna manera, ordenar, para dar forma a los síntomas individuales. Pero hay que decir que la pulsión es algo que parece menos social.

Respecto a todo lo que es pulsional en Freud, también lo libidinal, que está relacionado, Lacan introduce el término «goce», que simboliza con la letra J, inicial del término francés jouissance. Es una forma de ampliar el ámbito de todo lo que corresponde a las manifestaciones, efectos, elaboraciones, etc. de la pulsión. Ampliación similar a la que en el campo de la función de la alteridad había supuesto la letra A, introducida por Lacan para formalizar una serie de cosas que se encontraban en Freud. Y de hecho, en todo lo que antes hemos visto, la generalización de la función del Otro se basa en otra escritura, que sitúa la función de lo simbólico en toda su amplitud: S mayúscula, que podemos leer tanto como inicial de simbólico en general como de significante en particular, pues se desarrolla en ambas direcciones, refiriéndose al significante cuando Lacan la escribe con una serie de índices (S1, S2…. Sq..)

Para Lacan, de lo que se va a tratar es de la articulación entre el significante y el goce…. S y J, que es una manera de pensar también la relación posible entre lo simbólico y lo que él llama real, definido como imposible, y que tiene precisamente en el goce una de sus especificaciones o concreciones. Oposición que, de hecho, reproduce la que Freud había planteado entre Ich y Es, traducidos como Yo y Ello.

Ya Freud había mostrado que algo fundamental en la producción de todo síntoma es su elemento pulsional. Por ejemplo, en el caso de ciertas anoréxicas está muy claro, es algo que podemos escuchar en los testimonios de algunas adolescentes que hablan de lo que les ocurre. Hace poco escuché un testimonio muy impresionante de una joven que se había curado, salía en un programa de televisión. Decía que ella podía localizar de manera precisa el momento en que había empezado a experimentar placer cuando sentía hambre. Decía: «Ése fue el momento clave». Es decir, su síntoma empezó por el lado significante, el Otro, los ideales, la demanda: «Quiero ser linda para que me deseen». Pero de pronto se introdujo un elemento decisivo, que dio un vuelco a todo y que empezó a hacer que las cosas se salieran de su control. En ese momento, en ese síntoma naciente interviene una dimensión que ya no tiene que ver con el Otro, sino que es todo lo contrario, al menos en apariencia.

Ella, que había empezado queriendo ser bella para los demás, acaba queriendo sentir hambre, porque eso le da una satisfacción nueva, que interviene como por sorpresa. Vemos claramente, en este testimonio, los dos lados del síntoma. Un lado en el que se conecta con lo social, vía los ideales, el ideal de belleza, con la relación con los padres también. Pero surge el elemento pulsional, relacionado con la experiencia de satisfacción más individual. Y, precisamente, el riesgo es ése: que llegue el momento en que el síntoma se oponga al Otro de forma tan radical y parece independizarse de todo, quedar fuera de toda influencia. Por ejemplo, se opone claramente de una forma muy radical a los mismos ideales de belleza que facilitaron ese síntoma en su origen. Y también pone en juego y ataca de forma muy certera ideales que muchas veces vemos en el discurso de la familia de estas muchachas: el discurso de la salud y del bienestar. Estas chicas descubren que su salud es un bien para otros, pero ellas lo ponen en peligro, amenazan con destruirlo, llevando eso a veces a un extremo peligroso. Ninguno de esos ideales, de esas versiones del Bien, parece tener ya influencia, llegan a mostrarse impotentes en lo que sería la capacidad para incidir en el núcleo autista del síntoma, que queda así sn regulación.

Entonces, justamente, la paradoja andante que se encuentra encarnando el neurótico, por ejemplo, es que el síntoma anuda en sí mismo estas dos caras que -como se dice en España- se dan de patadas entre sí. El síntoma tiene una pata en el Otro, está agarrado a él, agarrado de una forma un poco fea, no abrazado, agarrado, porque hay algo ahí que es una alienación, hay una espera de un sentido que solo puede venir del Otro… pero al mismo tiempo eso está en jaque, no puede culminar. Por eso Lacan describe la alienación como una división del sujeto sin remedio, sin salida.

Y, precisamente porque no hay salida, tiene todo su lugar y su peso ese otro lado, anudado con el anterior pero antagónico a él, que es pulsional, lo más resistente a todo vínculo. Ésta es la paradoja. En el caso de esta chica de la que antes hemos hablado, de alguna forma se veía que había llegado a un punto en su relación con el síntoma anoréxico en que había franqueado un límite. Es decir, los elementos del discurso que habían encaminado la producción del síntoma, en conexión con el Otro, en función de los avatares en la relación con su entorno, ahora se podían ver impotentes en el tratamiento de este lado más pulsional que ya galopaba a sus anchas. Por supuesto, esto se puede considerar como una objeción a la idea de la determinación discursiva del síntoma. Hay una parte del síntoma que sumerge sus raíces en lo que sería lo más autista del sujeto, en lo real, no en lo simbólico.

Este es un descubrimiento de Lacan: que todos en el fondo somos un poco autistas. Entonces, en la consideración que nosotros estábamos haciendo de la dimensión social del síntoma, la cuestión es, ¿cómo encaja este descubrimiento de un lado tan autista del síntoma? Aquí hay un problema, por supuesto, no sólo para ustedes, también para mí. Entonces, ¿cuál es la solución?

Hay algo que me ayudó a pensarlo, partiendo del Seminario XX, Encore (Aún), donde el propio Lacan se plantea esto como un problema. Porque, después muchos años en que él ha desarrollado una teoría de este vínculo fundamental, constitutivo, entre el sujeto y su Otro, el inconsciente, el lenguaje, el discurso, descubre que hay un límite a eso, y que justamente este límite es la dimensión rebelde y autística del goce que constituye el núcleo del síntoma.

La cuestión para Lacan, como para nosotros, es qué hacemos con eso, porque si el goce es completamente autístico, aparentemente el psicoanálisis no va a poder influir sobre él, ya que opera a partir de la palabra. En cierto modo, esto tiene que ver con una dificultad que Freud había encontrado en los años veinte, una especie de paradoja en los análisis de sus pacientes. Por ejemplo, hay un paciente, de quien sabemos que su síntoma está determinado por y en el universo de sus relaciones significativas. En su análisis, él sigue trabajando a partir de la reconstrucción su historia, en un proceso de historización que tiene efectos sobre el síntoma, efectos terapéuticos… pero la sorpresa de Freud es que primero el síntoma mejora, pero luego vuelve y no se cura, incluso se agrava. ¿Qué pasa? Freud lo veía como una resistencia.

Lacan se replantea el mismo problema. ¿Qué pasa con ese núcleo del síntoma que parece que no pasa por el Otro? En cierto modo, el seminario Encore es un poco inquietante y descorazonador, porque deja muchas respuestas pendientes. Pero, más adelante, en la última etapa de su enseñanza, Lacan plantea una solución que resulta útil, operativa, da lugar a una nueva pragmática. ¿Cómo es eso posible? Podemos formularlo así como sigue. Si bien el goce es autístico, es decir, introduce en el núcleo de la subjetividad algo de lo pulsional que es rebelde a la relación, hay un elemento de esperanza que viene de donde menos lo esperamos: el goce es también Otro para el sujeto.

En efecto, el goce, aunque sea autístico, es también una alteridad para el sujeto. Ese goce autístico es un goce que el sujeto vive también como ajeno a él, como intruso. Entonces hay una cierta alteridad, el mismo sujeto puede, en determinados momentos, ver, vivir, ubicar esta dimensión radicalmente Otra de ese goce que lo habita, y separarse de él. Como el sujeto (salvo en momentos en que puede engañarse recurriendo a su fantasía, que le puede hacer creer que él es eso, que él lo controla) vive esta relación con su goce como algo que está cargado de una extrañeza fundamental, ineludiblemente el tratamiento de esa alteridad del goce pasa por el Otro. Incluso es el goce mismo el que hace que el Otro «exista» como tal. Es decir, necesitamos a los otros, y a ciertos otros privilegiados en particular, porque son la única manera que tenemos de tratar el carácter radicalmente ajeno, intrusivo, del goce que nos habita. Por suerte, ese goce autístico no es algo con lo que el sujeto se pueda identificar plenamente.

El ser humano nunca es plenamente autista, siempre hay en él una apertura al Otro, incluso una insistencia en hacerlo existir a pesar de todas las dificultades. De ahí, por ejemplo, la insistencia en la búsqueda de un partener amoroso, con tanta mayor fuerza cuanto que todas las otras encarnaciones del Otro fallan, se hacen evanescentes.

Pero ¿qué tiene que ver el síntoma con todo esto? Justamente aquí está el pequeño paso final que Lacan va a dar en los últimos años de su enseñanza, puesto de relieve de forma muy certera por Jacques-Alain Miller en su curso.

Un teorema posible sería: «El Otro no existe, pero el goce sí existe». El axioma latente a todo esto, tal como Lacan lo desarrolla, particularmente en Encore, es: «La relación (sexual) no existe». Uno podría pensarlo en estos términos: «Qué mal, por culpa del goce, por culpa de lo pulsional, nos han arruinado a eso tan perfecto que teníamos… los ideales, el significante, etc., etc.,…» Pero claro, lo estaría pensando mal. Porque de hecho es al revés. En realidad, tratamos de construir un Otro, lo hacemos existir a toda costa (por ejemplo, con la búsqueda eterna de la «media naranja») porque hay el goce; y el goce, a pesar de constituir una especie de unidad indivisible, que lo convierte para el sujeto en algo impenetrable en su autismo, es también, como ya hemos dicho, Otro para él. Ésta es una tesis que se puede leer en Encore, por ejemplo. Y esta perspectiva, Lacan la anticipa de un modo particularmente interesante en el Seminario XVI, De un Otro al otro.

Sea como sea, el síntoma es la solución al problema. En realidad ocupa el lugar de esa antinomia (o hay Otro o hay goce), y constituye una especie de «solución», aunque de solución imposible, por así decir, estableciendo un punto de articulación entre esos dos órdenes de realidad. Porque lo que es la orientación final de la enseñanza de Lacan, consiste en descubrir que es el síntoma lo que aparece en el lugar de suplencia del Otro desfalleciente. Suple, precisamente, a la relación (sexual) que no existe. Y lo hace tomando algo del goce como algo que sí existe y que contiene la raíz de la otredad.

Esto quiere decir que, si bien el síntoma contiene un núcleo autístico de goce en su interior, que lo hace rebelde a toda relación, en realidad, en esa forma de fracaso particular de relación que cada síntoma encarna, ya hay, en cierto modo, el núcleo de una forma de relación. Es un descubrimiento sorprendente: como no hay relación, una relación fracasada sí es una relación, que existe de una forma innegable. Ésta es una respuesta, por ejemplo, a la pregunta que muchas veces se formula, de por qué determinadas parejas que parecen muy problemáticas, incluso conflictivas, pueden perdurar en el tiempo de una forma inaudita. Digamos que el síntoma se puede considerar, tomando un término hegeliano que Lacan usó muchas veces, una Aufhebung de la relación con el Otro que no existe (lo cual significa algo así como la superación de una negación, que constituye una especie de afirmación en otro nivel).

En términos sencillos y manejables hay, pues, dos maneras de considerar la cuestión:
1. Una cosa es pensar un horizonte en el que la relación con el Otro del significante existiría, y entonces viene el síntoma como aguafiestas a estropear ese horizonte de relación.
2. Pero, si partimos al revés, de que la relación no existe, entonces el síntoma es la relación misma, aunque en una forma fracasada.

Esto quiere decir que, por ejemplo, que si alguien viene y nos dice: «Tengo problemas con mi mujer», ¡que definición más certera de que tiene una mujer, y no una mujer cualquiera! Porque si no tienes problemas con tu mujer es que no tienes mujer, lo cual se podría decir exactamente a la inversa de tener marido. Esto es un vuelco respecto de la perspectiva en que desearíamos poder pensar las cosas. Y es interesante ver, entre otras cosas, cómo ese vuelco nos permite pensar algunas vicistitudes de la vida amorosa.

En el enamoramiento hay dos, pero cada uno está más solo de lo que cree, con su fantasma, suponiendo cosas del otro que generalmente tiene muy poco que ver. Cada uno cree encontrar en el otro cosas que tienen que ver más con su fantasía y, en términos generales, con aquello que constituye su forma de gozar particular. Y luego, un día, de pronto, ¡caramba!, resulta que el Otro existe, el partener no se ajusta a las expectativas fantasmáticas…. de modo que si existe es porque la cosa, de algún modo, no funciona. Si el partener se ajustara por completo a nuestras exigencias fantasmáticas, no habría verdaderamente Otro.

La última etapa de la enseñanza de Lacan nos muestra, pues, que a pesar de que el síntoma se define como lo más asocial (porque contiene un elemento autístico, lo pulsional) en realidad contiene en sí el germen de una alteridad irreductible.

Desde este punto de vista, podemos concebir el síntoma como un dispositivo, planteándolo como un artefacto de otrificación del goce pulsional. Hay un núcleo de goce autístico, y concierne al sujeto, pero el síntoma lo otrifica.

Esto se ve con particular claridad en las psicosis. Por ejemplo, el Otro del paranoico es persecutorio, lo cual por definición lo sitúa afuera. Pero ¿de dónde viene eso persecutorio, sino del goce mismo del sujeto, como en el pensamiento de Schreber: «Sería bello ser una mujer durante el coito»? Y lo que hace su síntoma es ubicar eso en una figura exterior, que lo persigue.

Esto, pensándolo en una perspectiva más general, se puede considerar el origen de todo vínculo social. El sujeto tiene que otrificar su goce, tiene que encarnarlo en algún sitio. De hecho, esto es una lectura de la primera tesis de Freud en El malestar en la civilización, donde dice que todas las instituciones humanas son una defensa contra la pulsión.

De ahí el gran interés de lo que Lacan plantea a partir de cierto momento en su enseñanza, cuando dice que «la relación sexual no existe». Es una frase que se suele entender muy poco y mal, pero para empezar a entenderla, sólo hay que fijarse en su reverso en los hechos, que es que todos estamos tremendamente interesados en hacerla existir como sea. Pero la pregunta es, ¿por qué estamos tan interesados en ello, qué necesidad hay? Una respuesta podría plantearse así: si no hay relación, ¿que haríamos con nuestro goce, eso nos devora, porque es Otro para nosotros mismos? A veces, durante un tiempo, en soledad, podemos creer o fantasear que lo controlamos, que lo dominamos, pero realmente a la larga siempre se muestra que no es así. Porque la esencia Otra del goce del sujeto es tal que, en cierto modo, estando él en soledad con su goce, eso le gana la partida, lo aniquila, como podemos ver, entre otros, en la experiencia de la toxicomanía.

Entonces, mi planteamiento final sería esta. En una primera fase, Lacan desarrolla una teoría del significante, una teoría que parte del Otro, y desde este punto de vista el síntoma se puede definir como aquello que hace fallar la relación, lo que se opone a los ideales. Pero en una fase posterior, eso se invierte por completo.

Este vuelco tiene consecuencias concretas en la forma de pensar algunas cosas que nos encontramos en nuestra clínica. Por ejemplo, un padre puede decir: «Yo quería que mi hijo fuera universitario, y ahora resulta que es mecánico de carros». ¡Caramba, qué pena, falló la relación! ¿Acaso no hay relación? Pero es que ese fallo es precisamente una forma de relación. El ser mecánico de carros para ese chico tiene todo que ver con su padre. Se trata de un no ser que probablemente se defina con esa orientación, se construye a partir de una forma particular en que ese chico ha hecho existir a su padre. Si uno decide no ser universitario en oposición al deseo de su padre, lo convierte en una figura determinante, como capaz de incidir aunque sea negativamente en su propio deseo.

Esta perspectiva es muy útil, porque vemos que es fundamental poder reconducir al sujeto hasta captar de qué modo él, en su síntoma, está produciendo su Otro. Es decir, el Otro de la anoréxica no es solamente la mamá, sino que es una madre que ella construye, y eso está en su síntoma. Hasta tal punto, que hay algunas madres relativamente sensatas que dicen: «Yo no quiero ocupar este lugar, pero es que ella me empuja a hacerlo». Por supuesto habrá madres muy brutas, incapaces de pensarlo de este modo.

Esto es así porque todo síntoma lleva implícito su Otro, lo construye, lo produce. Y en una especie de vuelta sorprendente, de bucle, se produce una especie de solución a la antinomia entre lo que sería el lado social del síntoma y su lado más autístico. En cierto modo, acaban coincidiendo en ese dispositivo extraño que es el síntoma.

Una última parte, ahora, para aplicar estas reflexiones también a la dimensión de lo colectivo, de lo que como hemos visto el psicoanálisis también se ocupa. Lo cual nos obliga a tener en cuenta una perspectiva histórica. Por ejemplo, lo que Freud descubre es relativo a una época, aunque siga teniendo vigencia en muchos aspectos. De alguna manera, la psicología colectiva, la reflexión freudiana sobre las identificaciones, se sitúan en un contexto histórico que corresponde a la génesis de las masas. Las masas como ahora las conocemos no existieron siempre. En la Edad Media no existieron las masas del siglo XX, porque para que existieran las masas en el siglo XX tenía que haber, por ejemplo, la radio. En la Segunda Guerra Mundial, las matanzas masivas de los judíos, un plan efectivo de exterminación, etc., eso es impensable sin la radio, entre otras cosas, porque la radio era capaz de producir una masa que era definida en ese momento por toda la gente que estaba escuchando un discurso transmitido, y además en una forma de comunicación que se caracteriza por su inmediatez (aunque, eso sí, en una sola dirección, lo cual ya no se da, por ejemplo, en internet, que cambia las cosas).

En la actualidad, si, por ejemplo, nos preocupa mucho más el lado autístico del síntoma, que Freud temía que fuera intratable, esa mayor preocupación se debe a factores históricos. Porque, en cierto modo, el Otro social de tiempos de Freud y el de los tiempos del último Lacan no es el mismo. Esto es muy importante: de alguna manera, el de los tiempos de Freud es un Otro en el que, al menos en el discurso, la relación como tal era muy sólida, muy potente. Aparentemente existía y se sostenía. Los ideales eran muy potentes. Por ejemplo, en la Primera Guerra Mundial, se podía proclamar, y ello era muy verosímil para una generación de chicos: «¡A morir por la patria!» Entonces iban y morían millones, de un modo impresionante. Es atroz ver cómo se podía morir en masa simplemente por seguir una consigna, morir incluido encerrado en grupo mortal de una tropa que va a la masacre sin casi ningún tipo de reflexión ni resistencia. En ese momento, el Otro social sí parecía existir de un modo mucho más sólido. Los ideales sociales tenía una capacidad de movilización inmensa.

Ahora es distinto. Por ejemplo, en la guerra de Irak, quien va, no va por ese mismo ideal. Le preguntas a un tipo que está ahí haciendo la guerra, y probablemente conteste algo así: «Me han dicho que conseguiré el título universitario, y además cuando vuelva a los EU no me van a molestar más, porque claro, mi familia es de origen chicano. Y si voy a la guerra tengo un sueldo y, además, me van a decir que soy ciudadano americano de pleno derecho». Es otra cosa, no tiene nada que ver con lo que era la guerra de principios del Siglo XX.

Estamos en una época en que, más bien, la experiencia que tenemos de lo social es más movedizo, etéreo, y cuando Lacan dice: «no hay Otro», si lo pensamos bien, es una experiencia muy de nuestra época. Se relaciona con la inconsistencia de las cosas, la poca solidez de las instituciones, de las relaciones, de los vínculos. El sociólogo Zygmunt Bauman ha inventado la expresión «los vínculos líquidos» para definir lo que sería un estatuto distinto en las relaciones contemporáneas, que son menos estables y que de alguna manera son todo lo contrario de la permanencia en las relaciones que antes se daba por supuesta. Esta idea de que «no hay Otro» tiene que ver con una modificación del Otro social.

Podemos preguntarnos, pues: «¿Si el Otro no existe, qué es lo que existe en lugar del Otro que no existe?» La respuesta es clara: síntomas, síntomas por todas partes. Porque lo que está claro es que si ustedes tienen la noción de que el Otro existe, aunque eso sí, en la modalidad hoy día más frecuente de un debería existir, es porque no funciona, porque falla.

A diferencia de otras épocas, en las que se creía en un mañana en paz perpetua como algo posible, hoy en lo social aparece claramente la dimensión del síntoma y del conflicto como algo absolutamente ineliminable. Ya nadie cree que ciertos ideales vayan a solucionar nada, al contrario, muchas veces muestran claramente su faz más peligrosa. Por ejemplo en España, la ETA, desarrolla un discurso delirante, pero funciona, precisamente, en su locura, al menos para algunas personas, porque exige cosas imposibles. Y ellos están dispuestos a matar por ellas, aun sabiendo que no va a servir para nada, o casi.

El discurso de la ETA proviene de cierto nacionalismo que nació en el siglo XIX, en un contexto muy distinto, pero es como si se hubiera ido retraduciendo a toda una serie de dialectos distintos. Lo único que parece que hay hoy en día en algunos ámbitos de la política, es que una de las pocas formas de hacer existir al Otro, al menos para un sector de la población, es la versión paranoica de que «el otro me perjudica» y, por lo tanto, eso me da derecho a matarlo. Lo cual genera una forma de relación innegable, que además se perpetúa en la escalada de rencores, venganzas, etc., que hace al Otro muy presente.

Es decir, el discurso, y en concreto el discurso político, desde los años 60 y 70, hasta la actualidad, ha cambiado totalmente. Por ejemplo, antes había algo que se encarnaba en cierta lectura moral de la historia, unos ideales que eran el resultado de la elaboración de un conflicto que en su día costó muchas vidas, etc. Ahora, por ejemplo, los políticos populistas en España pueden decir lo que quieran, pueden revisar la historia de la Guerra de España y decir cualquier cosa, desde una posición negacionista.

Así las cosas, lo que parece existir de un modo innegable en muchos contextos políticos es el conflicto mismo como algo a lo que nadie está dispuesto a renunciar. Hay un enemigo. La historia no interesa. ¿Hubo un holocausto? Otros lo niegan. Lo que sí existe y se impone como una medida cotidiana, es que el Otro existe en la forma de un enemigo. Eso da sentido a todo, desarrolla una modalidad del sentido similar a la que encontramos en el paranoico, y que tiene sus ventajas, porque de este modo se consigue dar sentido absolutamente a todo. Y, realmente, esa tendencia, que por suerte no lo ocupa todo, pero que tiene un lugar significativo, hace que hoy día el mundo de la política, o al menos ciertos aspectos de él, sea un mundo sintomático, se aleja de un discurso ordenado por los ideales. Digamos que el velo de los ideales ha caído y ha dejado al descubierto la dimensión del síntoma como algo sin remedio.

En lo que fue la política a principios del siglo XX, había todo acento en el discurso político puesto en los ideales, que trataban de implementarse, a veces a través de discursos utopistas, cargados de «soluciones». Pasado un tiempo, había que contar los muertos que esa utopías habían producido. Se podía decir, por ejemplo: «¡Caramba! El ideal de la aquella versión de la nación alemana produjo seis millones de muertos, sólo contando a los judíos. Más once millones de muertos en Rusia, por la guerra. Luego los muertos alemanes que fueron millones, en gran parte por los bombardeos de los Aliados…». Era un arco temporal: se empezaba por los ideales, el Otro existe y es formidable, y además será mejor cuando todo acabe. Y al final del recorrido había que contar los muertos.

Ahora ya no hay ese arco, la dimensión del conflicto, de lo sin salida, en la relación con el Otro, siempre está presente, está ya dada de entrada. Entonces, vamos contando los muertos cada día, de a poco, sin que haya ni un comienzo ni un final visibles. No hay ninguna fuerza capaz de movilizar a toda una colectividad en función de un ideal que arrastre a todos. Muchos piensan: «Este dice que quiere que me vaya a matar por un ideal, pero, en el fondo se trata del petróleo». Así, la guerra, o el terrorismo, quedan cada vez más en manos de especialistas, o de iniciativas individuales, ninguna de las cuales es decisiva. Los que se ocupan de actual, dicen que se hacen por todos, pero los demás asisten a la cosa más bien pasivamente, sin acabar de crer en todo ello, participando sólo en momentos puntuales y evanescentes. Y, sin embargo, a pesar de que los terroristas no pueden arrastrar al resto, son un síntoma ineliminable en muchos contextos.

Vemos, pues, que en cierto modo vivimos en este mundo en el que la dimensión del síntoma, incluso como incurable, se está convirtiendo en el núcleo organizador de toda una dinámica social y política. Por ejemplo, el conflicto Árabe-Israelí. Es evidente que todos los discursos políticos que en nombre de ideales han tratado de resolverlo, a menudo con la mayor buena fe, han fracasado porque todo eso palidece frente a una realidad cotidiana gobernada más bien por el empuje al fracaso. Un solo terrorista, por el real que hace intervenir brutalmente en un marco simbólico precario, puede hacer inútiles años de negociaciones y de intentos de pactos. Lo imposible se impone con facilidad frente a la debilidad de las promesas.

Eso hace que esta dimensión sintomática, encarnada en lo social de la forma más cruda, tenga una gran capacidad para concentrar algo del goce del sujeto, de una forma muy intensa, ante la falta o la carencia de otros polos de atracción. Siguiendo con nuestro ejemplo: en una situación de conflicto interminable como la que puede haber en el Oriente Medio, se genera la posibilidad dea poder ubicar en el enemigo la causa de cualquier malestar. Todo lo demás pierde importancia. En gran medida, ése es el gran poder de los terroristas, han descubierto que la fragilidad del Otro deja en sus manos mecanismos para influir sobre los sujetos, apuntando directamente al horror, al sufrimiento, o sea, a lo real pulsional, como algo que introduce un orden de realidad mucho más fuerte que cualquier palabra.

Y en la clínica, ¿qué consecuencias tiene este nuevo régimen, que podríamos describir como debilitación de las referencias ideales? De algún modo, los destinos de la libido y de la pulsión se ven modificados. Por ejemplo, vemos que en muchos síntomas actuales, el cuerpo tiende a tomar más relevancia, pero se trata de un cuerpo mucho menos simbolizado que en los casos clásicos de histeria con sus síntomas de conversión. Se trata de otro cuerpo, que se presenta a veces como algo que el sujeto pudiera manipular directamente para producir un resultado, vivificante o mortificante, da igual. En dichos síntomas, la dimensión del goce pulsional está mucho más cerca, más a la vista, no reprimida, y se intenta atraparla con la mano sin mediación. De ahí las estadísticas que hablan de la proliferación de formas de adicción, por ejemplo, que en cierto modo han llegado a ser epidémicas.

Hay paradigma nuevo, planteado como tal por Jacques-Alain Miller hace unos años, en el que muchas cosas que estaban reguladas por alguna modalidad de prohibición se regulan de otra forma. Se ha pasado a otro esquema en el que, podríamos decir, ya no se trata de la represión sino de todo lo contrario, de una acción sobre el goce a nivel del cuerpo. Algunas de estas soluciones sintomáticas adquieren cierto estatus epidémico. De algún modo, en formas a veces atenuadas, acaban ocupando el lugar que antes ocupaban identificaciones ideales con las que el sujeto trataba algo de su goce. Por ejemplo, antes un chica podía decir: «soy comunista»; y ahora otra chica puede decir: «soy anoréxica’. En este caso también se trata de una identificación, pero es una identificación distinta, no soportada por un ideal, sino por una referencia a un síntoma que está incuido como tal en el discurso social.

Extrañamente, la función de suplencia del síntoma es tal, que acaba como ocupando ,en algunos casos, el mismo lugar que ocupaban las identificaciones de la modalidad descrita por Freud como el ideal del yo. Pero, por supuesto, con consecuencias muy distintas.

La colectivización de esas identificaciones nuevas, en las que el peso de lo sintomático es muy fuerte, puede tomar muchas formas. Por ejemplo, hemos hablado del empuje a la adicción, pero también podríamos incluir lel auge de ciertas bandas juveniles.

Pero no vamos a comentar esto en detalle, sólo es para destacar algo que nos interesa en el contexto de esta charla, que es esta especie de bucle que acaba haciendo que algo de lo sintomático ocupe el lugar de una identificación. El mismo síntoma se colectiviza como tal y acaba proponiéndose como una forma de identidad.

Con esto, es como si se cerrara una especie de bucle. Hemos empezado hablando del síntoma como abierto a lo social, por su punto de apoyo en el Otro. Luego hemos pasado al lado autista del síntoma, su autismo. Y, finalmente, en gran medida a partir de este cambio de régimen histórico, civilizatorio, vemos que la dimensión del síntoma es lo que acaba reinstaurando ciertas formas de colectividad paradójicas.

Esto es algo de lo que los psicoanalistas nos tenemos que ocupar. ¿Cómo tratarlo? Hay que adoptar alguna posición que no sea ingenua con respecto a esta problemática, pero tampoco debe ser catastrofista ni nostálgica de un pasado mejor. En esto, la última enseñanza de Lacan, con sus orientaciones sobre el síntoma, nos permite entender muchas paradojas.

De lo que se trata es de esto: admitir y poder profundizar en este mecanismo del síntoma, teniendo en cuenta sus aspectos antagónicos. Por un lado, más allá de la dimensión del síntoma como mensaje que espera su destinatario, situar al sujeto frente, enfrentarlo a algo de su soledad en su relación con ese goce que lo habita, en lo que tiene de antisocial, anti-Otro. Pero también hacerle ver ese punto en que no prescinde verdaderamente del Otro allí donde quizás cree hacerlo. Ese punto en el que él es el arquitecto de una re-construcción del Otro, dándole a veces las peores formas, formas crueles y dañiñas. Mucho peores, quizás, que otras que estaban igualemente a su disposición en las figuras que fueron los soportes primordiales en las que la función del Otro se encarnó para él. Se trata, pues, de tener en cuenta la dimensión del síntoma como invención, en la que el sujeto construye, junto a cierta identificación fundamental, también su forma específica de hacer existir al Otro.

En última instancia, le decimos al sujeto: «Tú puedes tener la madre que sea, puedes tener el padre que sea, pero has tomado un rasgo de esa madre, de ese padre, y esa elección forma parte de una operación tuya, que es una forma particular de hacer existir a tu Otro, y eres responsable de ello».

Puede paracer extraño hablar del ísntoma como un dispositivo relacionado con una forma de hacer existir al Otro. Pero podemos explicarlo con relativa sencillez, yendo a lo que conocemos de la clínica.

Por ejemplo, para un neurótico obsesivo, la existencia del Otro se sitúa siempre en el horizonte alguien un poco molesto, una carga, alguien a quien hay que satisfacer en algunas demandas que hace, pero para evitar algo, que muchas veces no se sabe qué es. Para un histérico, al contrario, el problema es la necesidad de hacer existir a ese Otro a toda costa, suscitar su deseo, para hacerse un lugar en él, a veces mejor un lugar malo que ninguno. Son posiciones inversas en muchos puntos. En cuanto al fóbico, está prevenido porque en su Otro puede aparecer algo angustiante, algo que concierne a su propio deseo de un modo oscuro. Para un paranoico, el Otro se define como «el Otro malévolo que me perjudica, por algo que no tiene nada que ver conmigo». Podemos ir añadiendo a esta lista toda una serie de modalidades, de posiciones subjetivas que se pueden entender como formas de hacer existir a una especie de partener que el sujeto ni siquiera percibe como tal, porque lo da por supuesto, se confunde con su construcción de la realidad. Pero si podemos escucharlo, vemos que hay orientaciones que definen simultáneamente una posición del sujeto y una posición del Otro.

En efecto, el sujeto es muy activo en esta operación, en la que, como se puede ver, ni lo autista del síntoma deja de implicar al Otro, ni el Otro inscrito en el síntoma deja de implicar su lado autístico. Porque, en verdad, hacerse un Otro tampoco le da a éste excesivamente la palabra. Esto se podría plantear de muchas maneras, pero con lo dicho basta para ver que la oposición entre lo individual y lo social pierden sentido una vez más, tal y como Freud lo mostró para el caso concreto de las identificaciones. Pero recordemos que del caso de las identificaciones, en realidad, Freud extraía una conclusión general: no hay diferencia entre la psicología individual y la colectiva. Y esto, que podía parecer una afirmación extraña, incluso arrogante, vemos que sí se puede aplicar al conjunto de la vida psíquica. Como mínimo, hemos mostrado que rige igualmente para esa formación tan fundamental que es el síntoma.

Para terminar, insistiremos en que, para la constitución de ese núcleo de la subjetividad que es su síntoma, el sujeto echa mano de todos los materiales que están a disposición. Por supuesto, está todo lo que tiene que ver con su familia, con las relaciones más inmediatas que han tenido un peso en su historia desde el inicio, pero también están otros elementos que se encuentran claramente en el terreno de lo social. El mismo Freud pensaba la vida del individuo como atravesada por una especie de vector que iba, desde un núcleo hecho a partir de una serie de relaciones muy reducidas y cercanas, hasta la inclusión de cosas cada vez más distanciadas de dicho núcleo. Decía Freud que las primeras identificaciones se producen con rasgos tomados de los padres, pero luego llega el momento en que esas identificaciones van a ir desplazándose más hacia el registro de lo social. Esta lectura que hacemos se puede comprobar en lo que se articula en El fin del complejo de Edipo, por ejemplo.

En relación con el síntoma, podemos decir lo mismo. Las primeras construcciones que definen la orientación sintomática del sujeto, con el que hace existir a su Otro con una orientación definida (en lo que Freud llamó la defensa), se producen muy precozmente, pero luego no hay material a ningún nivel, ya sea discursivo o social, que no pueda ser introducido en este proceso de construcción.

El psicoanálisis nunca nos permite pensar nunca al sujeto como solo. Ni siquiera en su soledad más radical, que hace que la existencia del Otro con respecto a su goce pulsional sea muy tenue y frágil. Ni siquiera en este punto podemos dejar de pensar al sujeto en una relación, aunque sea débil y sintomática, con alguna modalidad del Otro.

Preguntas:

ALUMNO: (Inaudible, sobre el viagra)

E. BERENGUER: Muy interesante. Eso está empezando ahora a mostrar su dimensión epidémica. Lo que he visto es que empieza a ser un factor presente en la sexualidad de los jóvenes. En España hicieron una investigación, un estudio con una serie de entrevistas bastante extensa, a jóvenes que asistían a cierto tipo de locales nocturnos, los after hours, que no cierran hasta la mañana siguiente. A eso de las 5 am les preguntaban a jóvenes qué pastillas llevaban o habían ingerido, y un porcentaje muy significativo, aparte de las anfetaminas, traía también viagra. Eso incluía la idea de un placer sexual genital como algo que forma parte casi necesaria de un programa nocturno. Es una perspectiva diferente de lo que Freud trataba de ubicar, que era más bien los efectos de disfunción sexual, sintomáticos, relacionados con el encuentroenre dos. Por una parte estaba la relación de cada persona con su inconsciente y luego la relación con el Otro, la pareja. En el caso que ahora se plantea, cada uno está con su propio sexo, y el encuentro verdadero está obstaculizado por la pastilla, ya que la erección no tiene que ver realmente con el partenaire, en realidad no es signo de nada para él.

Antes, lo sintomático del encuentro sexual se situaba contra un horizonte en el que, a diferencia de lo que hoy puede empezar a ocurrir con el goce sexual, eso no estaba planteado como una exigencia universal, dada por supuesta, que además se puede medir. En la actualidad se puede medir, por ejemplo, el tiempo de una erección: un chico le puede decir a otro: «Me tomé viagra y estuve en erección dos horas». No hablan de la chica, sino le la pastilla. Hay discusión sobre qué es mejor, qué pastilla, como tomarla, y eso implica una medida que ya no es con respecto al partener. Ya no es: «Le doy a mi pareja lo que pida, o lo que espera… se lo ofrezco, espero estar a la altura, espero que ella me excite lo suficiente como para que, a cambio, yo quede bien con ella». En esas conversaciones, en cierto modo, está en juego como fundamental, no un partener, sino un Otro social que mide lo que es, lo que se consigue. En suma, que evalúa a partir de los efectos medio estandarizados de una pastila. Es una nueva versión del viejo tema: «el tamaño importa o no importa». Vemos que estamos en un plano en el que, en el Otro social, hay un discurso que dice una serie de cosas supuestamente objetivas que importan, y que importan independientemente de lo que diga la pareja. Por ejemplo, la pregunta por lo que quiere el partener, si le importa o no le importa el tamaño, no tiene lugar, porque hay como una medida universal, que dictamina que cuanto más, mejor, etc., etc. Yo creo que estamos empezando a ver todo eso, no creo que sepamos todavía las consecuencias de esto, que sólo se pueden ver a la larga en el caso por caso. En mi práctica como psicoanalista, no me ha llegado demasiado eso, salvo en contados casos de gays, pero sospecho que eso va a llegar.

Notas

* Psicoanalista en Barcelona, España. Miembro de la ELP, de la NEL y de la AMP, AME.

  1. Ciudad de México, Viernes 9 de Noviembre del 2007, Conferencia pública impartida en el Auditorio de Talleres de Comunicación de la UAM-X.

Fecha: 09/11/2007
Modalidad: Presencial
Lugar: UAM Xochimilco

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2007 Actividades Internacionales Archivo

La sexualidad-síntoma en la clínica contemporánea

La sexualidad-síntoma en la clínica contemporánea

Susana Dicker

Para Freud, desde los orígenes, la sexualidad es esencialmente traumática. Incluso sostiene que en la naturaleza misma de la pulsión sexual hay algo desfavorable al logro de la satisfacción plena, en tanto el objeto de la pulsión puede ser cualquiera y, más aún, nunca es el adecuado… porque el originario está perdido para siempre. La idea de un goce en más en ese origen que es la experiencia primaria de satisfacción, nunca es reencontrado pero, por ello mismo, pone en movimiento el deseo «que tiende a recuperar ese más que siempre aparece como menos»… punto de partida de las vicisitudes de la sexualidad en el ser hablante.

Pero la tesis freudiana de la sexualidad habla también de un forzamiento desde el goce autoerótico a la sexualidad concebida como hetero, desde el momento mismo en que se impone para el infans el reconocimiento del Otro, la ley de prohibición del incesto y la vigencia del significante fálico que instala la disimetría fundamental entre los sexos.

Desde el comienzo, para Freud la cuestión del sexo es un tropiezo y alrededor de eso, de lo que concibe como lo traumático de la sexualidad en el ser hablante, irá haciendo elaboraciones que constituyen lo que conocemos como los mitos freudianos. El del Edipo será el constituyente de la subjetivación del sexo a través de la identificación y la elección de objeto. Desde la concepción freudiana, para ambos sexos rige la primacía del falo, pero hay una relación diferente en cada uno, respecto a él. En última instancia, se trata de un solo sexo, el masculino, mientras que lo femenino queda como el misterio, lo ajeno, la alteridad…para ambos sexos. La tan conocida pregunta freudiana por la mujer, ¿qué quiere la mujer? Es una pregunta por el deseo femenino. Sin embargo, las respuestas que irá elaborando la dejan siempre del lado de la mujer fálica. Las tres salidas del Edipo, los tres caminos posibles para la sexualidad femenina, son soluciones fálicas: el complejo de masculinidad y la posibilidad de la salida homosexual; la represión, la neurosis, que Freud ubica más del lado de la histeria, que también implica «hacer de hombre», en tanto la identificación irá por el lado del padre; y, finalmente, la salida que considera «normal», la de la maternidad, la de la ecuación niño=falo. La envidia al pene lleva a la mujer a querer un hijo del padre y luego del sustituto.

Del lado del niño, el descubrimiento de que no es el falo de la madre y, si no lo es, tiene que tenerlo. El resultado: la angustia de castración y la consabida angustia masculina de «tener por tenerlo».

Esto irá modelando los caminos de los encuentros y desencuentros entre los sexos. Pero el antecedente de lo imposible de una complementariedad, ya está esbozado en una organización sexual infantil regida por el falo y disimétrica.

Lacan lo retoma cuando afirma que hay algo que no encaja en la sexualidad humana en tanto el camino de la sexuación pasa por el aparato simbólico y éste, en sí mismo, es fallado. El pasaje por el complejo de Edipo- que no es otro que ese aparato simbólico- instala la castración de goce. Pero ningún sistema simbólico resulta totalmente exitoso y el síntoma es el testimonio del fracaso del esfuerzo del sujeto por incluirse allí. Un punto de real que escapa a ese aparato y que hace imposible la adecuada proporción.

En tanto es fallado hay desencuentro entre los sexos, una hiancia que no logra tramitarse a través del significante. El resultado es la suplencia por el lado del amor o por el lado del síntoma; por el lado de la ilusión amorosa o de la solución sintomática. Sin embargo, veremos cómo- de alguna manera- ambos tipos de suplencia no se excluyen una a otra.

En sus escritos de la primera década, Freud reconoce a las dos grandes estructuras neuróticas, histeria y obsesión, e incluso a la psicosis, como defensas ante lo que en esos momentos llama el trauma. Desde ese concepto de defensa, hoy podemos pensar esas estructuras también como soluciones. Quizás no buenas soluciones, no las mejores en tanto implican sufrimiento y un callejón sin salida para quien las padece, pero son las vías por las que los seres hablantes intentan tramitar lo traumático de la sexualidad.

G. Brodsky lo retoma justamente a partir de la vivencia de satisfacción, del goce en más que está perdido y de la infructuosa búsqueda para recuperarlo, porque ya nunca es igual. A eso puede responder la neurosis. Pero también, puede ser respuesta a otro sentido, no ya al goce en más, que busca recuperar sino a lo que nunca estuvo, a la hiancia irreductible de la no complementariedad. «Suponer que estuvo y no está, ya es parte de la construcción de la neurosis misma porque, en realidad, hay un goce que falta que no es el goce prohibido con la madre, (…), es el goce que permitiría el acoplamiento perfecto entre hombres y mujeres. Es ese goce que no hay y en función de él se puede crear el mito de que la madre sería ese objeto, con lo cual todo sería perfecto porque está prohibido (…), porque el padre lo prohíbe; él es el que tiene el goce, el que lo guarda y si lo mato, lo voy a tener. Lo maté pero no lo tengo más porque ahora tengo culpa (…) (Por ello) Lacan va a decir que el mito del Edipo es un sueño de Freud. Lo único que hay en realidad, lo único real es: no hay relación sexual (…) todo es una forma mítica de dar cuenta de esto que no hay (…) Hay el goce a condición de entender que no hay relación sexual…» [1]

En ese sentido es que podemos pensar el concepto de partenaire-síntoma. «El síntoma es un partenaire del sujeto, tal vez el más fiel y el más necesario, porque aporta un goce que suple la inexistencia de la relación sexual. Esa es su función en la economía libidinal del sujeto, más allá de su envoltura formal y su sentido. De ese modo, permite pensar que no ofrece la misma solución a hombres y mujeres: no sólo podemos pensar en síntomas masculinos y síntomas femeninos, sino también que un mismo síntoma cumple su función de manera diferente según sea soportado por uno u otro sexo. Por ello interroga la incidencia en el síntoma de la lógica de la sexuación»[2]

Porque existe el inconciente entre uno y otro sexo, las cosas no andan. Pero están las soluciones sintomáticas, soluciones de suplencia ante la imposibilidad de la relación sexual, soluciones que también son impasses que conciernen a todo sujeto hablante desde el momento en que asume el riesgo del acto sexual.

En Televisión [3] dice Lacan que cuando un hombre conoce a una mujer, «ahí sucede todo: es decir habitualmente ese fracaso en que consiste el logro del acto sexual». La tesis, entonces, es que «el éxito del acto constituye el fracaso del lazo, del lazo sexual, en la medida en que cada partenaire encuentra en él su goce y no al Otro. De allí la idea de que el verdadero partenaire, el partenaire real, es el goce y no el semejante sexuado que está ahí». [4] Y esta es una razón posible para la irrupción del llanto en algunas mujeres, al terminar el acto sexual.

Todas las parejas son síntomas en la medida en que, a partir de la castración, se elige un objeto de amor. ¿Por qué? Porque, por un lado, la dialéctica fálica permite la relación con el deseo y la falta. Pero, por otro, en toda relación entre un hombre y una mujer interviene el goce y éste, por definición, es autoerótico. No hay goce del cuerpo del Otro. El hombre goza de su órgano y las mujeres, de su propio cuerpo. De ese modo, el Otro se desvanece y sólo es mediación para el propio goce. Esto hace que el cuerpo del partenaire sea inalcanzable. El goce vuelve solitarios a los amantes. [5] La solución viene del lado de la castración: el sujeto, al entregar su falta, se vuelve amable. En este sentido hay dos frases de Lacan, conocidas pero no por ello siempre comprendidas. Una, la que dice: «El amor hace al goce condescender al deseo». La otra, tomada también de los desarrollos acerca de la transferencia, dice: «Amar es dar lo que no se tiene a alguien que no lo es». Punto del desencuentro, pero también posibilidad de la falta de poner a andar la dialéctica deseo-goce y no simplemente el autoerotismo del goce.

Lacan distingue dos versiones de la demanda de amor y de deseo: la forma erotomaníaca, que ubica más del lado femenino, y la forma fetichista, más característica del lado masculino, en tanto el hombre recorta el objeto en el cuerpo de la mujer (la nuca blanca, los senos). Con ellas diferenciamos las suplencias que acentúan la vertiente del amor, las erotomaníacas, que le hacen decir a Lacan: las mujeres son todas locas… locas de amor, en el sentido de la falta de límite de ese goce que las sobrepasa, que las empuja a la fórmula: «yo puedo dar todo por un hombre para que él sea todo para mí». Diferenciarlas de las que resaltan la vertiente del deseo (fetichistas), aquellas por las cuales cuando un hombre desea a una mujer, lo hace- como decíamos antes- recortando una parte de su cuerpo que funciona como objeto causa en su fantasma. Vertiente reflejada en el vector que Lacan escribe del lado masculino ($–>a), el fantasma y la articulación entre dos registros heterogéneos: el sujeto del inconciente y el objeto.

El amor funciona como suplencia de la no-relación sexual, con la ilusión de que existirá para siempre, haciendo como sí ella no es imposible. «Este es el destino y también el drama del amor», dice Lacan. [6]

La pareja- síntoma es una de las manifestaciones del malestar en la vida amorosa. Así como los síntomas parecen variar en su presentación de acuerdo a los discursos que se imponen y circulan en cada época, algo similar ocurre con las parejas-síntoma. Aunque las posiciones masculina y femenina se sostengan en una base estructural, lo que se modifica son las expresiones de malestar entre los sexos.

En los años ’70, Lacan habla del malentendido esencial entre los sexos y dice: «Para todo hombre, una mujer es un síntoma… para una mujer, un hombre es todo lo que quieran, un dolor peor que un síntoma, incluso un estrago». Esta frase circula en la transmisión de la enseñanza de Lacan, pero tenemos que ver dónde están los antecedentes de la misma.

La idea del estrago viene de la relación madre-hija, en las relaciones extremadamente pasionales, violentas, de sentimientos intensos entre ambas y que repercuten luego en la relación con el hombre. Freud trabaja esto en su texto:»La sexualidad femenina» y ubica «el odio de la madre» como núcleo paranoide de la sexualidad en la mujer, como así también el goce suplementario que se transmite de madre a hija e interviene en su modalidad de amar. Ambos forman parte de estos estragos. El amor produce una exaltación narcisista en las mujeres, por ser una solución al penisneid. Los estragos que produce en una mujer la relación con el hombre son, en función de la tesis freudiana, herederos de ese vínculo primario con la madre. Pero Lacan pone el acento, a su vez, en el entrecruzamiento del amor con una zona donde el goce queda fuera del circuito fálico. Goce que, en los años ’70, ubicará como característico de la posición femenina y al que llamará goce suplementario, justamente por ese más allá del circuito fálico que involucra. [7]

Hay un replanteo, en Lacan, de los conceptos de inconciente y de síntoma, en esos años ’70, en tanto pone el acento en la vertiente real en uno y en otro, que resiste a la acción del significante y que es correlativo a pensar una dificultad estructural que hace obstáculo a su concepción anterior de un inconciente pleno de significaciones.

Si hay algo que escapa al ordenamiento significante a nivel del inconciente y si éste trabaja para producir un más de goce, hay otras consecuencias a nivel de la teoría y que involucran la concepción de Lacan sobre la relación entre los sexos. Por un lado, una hiancia irreductible que dificulta el ordenamiento de dicha relación y que es causa de un malentendido fundamental entre el hombre y la mujer. Por otro lado, el Lacan de los años ’70, define a una mujer como síntoma de un hombre, y con ello la piensa en una posición desde donde ella responde a las condiciones de goce de ese hombre. Como síntoma de un hombre responde al lugar que le está asignado en el inconciente de éste, lo que lo lleva a decir que es ésa la manera en que un hombre goza de su inconciente, dado que la verdadera pareja del parletre es siempre su objeto de goce incluido en su fantasma.

Para Lacan, el encuentro de una pareja se produce por azar. De allí, la vía posible para una relación de pareja se hace por la mediación del falo y la dialéctica que instala, en tanto el mismo involucra tanto la vertiente de la palabra como la del goce. Como semblante, es un velo a lo imposible de la relación sexual.

Pero ¿qué ocurre en el encuentro entre un hombre y una mujer? Justamente un diálogo sin salida, el malentendido entre los sexos, en tanto la pregunta del hombre es: ¿qué quiere una mujer? Y la respuesta perpleja de ella es: ¿qué es una mujer?

Silvia Tendlarz analiza el goce de las mujeres y concluye que las figuras de éstas no son independientes de los hombres que las captan, allí donde tanto unos como las otras están presos de los ideales que cada cultura modela y con los que se identifican. En el caso de las mujeres, las imágenes femeninas que responden a los ideales de cada época son sus referentes de identificación y constituyen una vía posible con la que buscan responder al enigma de la sexualidad femenina, pero también una estrategia para ser amadas y deseadas por su partenaire.

Del lado masculino, la pregunta acerca de cómo ser hombre en una sociedad que tiende a feminizar la posición masculina, como consecuencia de la caída de la figura paterna clásica y que impone exigencias cada vez más difíciles de sobrellevar en la vorágine del siglo XXI, no son menores. El ser portadores del significante fálico no los exonera de tener que dar prueba de saber arreglárselas con ello.

Más allá de las presiones de la época, el misterio que encarna la sexualidad femenina, tanto para los hombres como para las mujeres, ya había sido preocupación de Freud. Lo analiza, por un lado, a partir del complejo de castración, como causa del desprecio de los hombres por las mujeres, en tanto reavivan la angustia más primaria e infantil que subyace en cada uno. Pero, también, en tanto les son extrañas, les representan al Otro radical- como sería una expresión en Lacan- lo que queda plasmado en su eterna pregunta: «¿Qué quiere una mujer?». Efectivamente, una preocupación freudiana que plasma en: «El tabú de la virginidad» (1918), cuando examina la lucha entre los sexos con todas sus variantes, las condiciones del amor y el erotismo, pero también sus vicisitudes.

Cuarenta años después, en «Idea directivas para un congreso sobre la sexualidad femenina» (1958), Lacan habla de las imágenes y símbolos de la mujer presentes en el inconciente, encarnadas en la madre, la puta, etc. Imágenes y símbolos que son respuestas al misterio de lo femenino pero que, al mismo tiempo, se inscriben en las lógicas de las relaciones entre hombres y mujeres [8]

En la actualidad, las ejecutivas y empresarias, las modelos top, las grandes figuras femeninas en la política, etc. vienen al lugar de aquellas imágenes y símbolos de la mujer de comienzos del siglo pasado. Pero así como ocurrió con los semblantes masculinos, con aquellos que encarnaban la autoridad paterna, estos también se vuelven inconsistentes y vacilantes, al tiempo que sostienen el encanto femenino desde nuevos artificios.

Diez años después, Lacan dirá: el amor se sostiene por el semblante, cuando piense en ese mixto de imaginario y simbólico que permite cubrir la hiancia de la imposible relación sexual, dando lugar a modelos estables de pareja. Pero, en la medida en que los mismos se ajustan al discurso de cada época, sufren las consiguientes transformaciones y desgastes y van reduciendo su vigencia.

Es interesante la incidencia de una novedad de nuestra civilización, que le hace decir a Lacan que en nuestra época el matrimonio ya no tiene otra razón de ser que el amor. Desde aquí, los otros soportes en que la familia se sostenía se vuelven secundarios; lo que hace al lazo social común, las satisfacciones compartidas por una comunidad, las satisfacciones de lo cotidiano apuntaladas en el marco de la institución familiar tradicional. Si es el amor, si es la pasión amorosa lo que inaugura el matrimonio en la actualidad, ello mismo instala la paradoja porque el amor, en tanto pasión amorosa, es siempre un paréntesis que aparta al sujeto de su mundo de lazos sociales; un paréntesis no es acorde con el juramento de «para toda la vida». Es difícilmente duradero. Si esto implica que los amores míticos del pasado ya no tienen vigencia, cae también el paradigma del amor, el ideal de amor y, en su lugar, sólo hay amores en plural, amores a merced de los encuentros. Pero si la función del amor es velar la imposibilidad de la relación sexual, no desaparece. Más bien se trata de pensarlo en la coyuntura actual, su función, sus características, sus encrucijadas.

Pensando en los factores que, de alguna manera han incidido en esta transformación del vínculo amoroso, no dejamos de lado una actualidad regida por los discursos de la ciencia y de la técnica, allí donde nuestros deseos son gobernados mediante una oferta incesante de objetos de goce, objetos sustitutivos que hicieron decir a Lacan en «El Reverso del Psicoanálisis»: «tenemos un auto como una falsa mujer». Allí donde la libido misma es engañada desde la oferta de esos objetos, sin embargo sigue sin satisfacerse. Por el contrario, los imperativos del mercado nos dejan presos del peso de un superyó consumidor y nuestras vidas y nuestros cuerpos terminan siendo, ellos también, objetos del progreso de la civilización.

Si de esos objetos ofertados por la ciencia y la técnica no podemos prescindir por la amenaza de inadaptación a lo más actual de la realidad en que estamos inmersos, porque nos acecha el sentimiento de exclusión, no podemos escapar tampoco a un efecto paradojal, que es el de la homogeneización que produce, al mismo tiempo, que cada vez se esté más solo desde un goce que hace barrera al lazo social. Se goza del auto, se seduce con el auto pero, en ese triunfo narcisista, se borra el Otro del amor. El goce del objeto de la civilización es el rival, el sustituto del partenaire amoroso. Lo interesante es que los objetos para la seducción, aquellos que servían de excusa para alcanzar al Otro del amor, quedan reducidos a un alimento del narcisismo exhibido, del Uno del narcisismo en detrimento del partenaire.

Colette Soler habla de los semblantes del amor, buscando el ejemplo en los de las mujeres y nos recuerda a la mujer fatal en el cine de la época de oro de Hollywood y, en contrapunto, a las top models de nuestra actualidad. Pero dice de ellas que son lo que queda de aquella mujer fatal, pero sin constituir verdaderamente un semblante, puesto que éste supone la palabra, condición para introducir la dimensión del sujeto. La top model es sólo una imagen, una superficie, una imagen al gusto del varón homosexual que reina en la alta costura. Agrandar pechos y nalgas no logra que esa imagen alcance a la mujer fatal de otras décadas, pues esa mujer fatal es un mito, una figura del Otro pero en cuanto desconocido, oscuro, fascinante pero a la vez amenazante, fatal.

El mercado de imágenes resulta en la exclusión del Otro, en la caída de sus figuras, para poner en primer plano el imaginario del partenaire y con ello la homogeneización y el borramiento de las diferencias. Lo que se excluye es el Otro como alteridad.

Esta alteridad del Otro se refleja en la característica contractual de la época, que suple al Otro que no existe pero que excluye, al mismo tiempo, al Otro que existe. Es decir que el contrato busca asegurar la vigencia de lo mismo, de la paridad. «En el nivel del amor, el hecho de que el contrato excluya al Otro, que intente neutralizarlo, se redobla hoy a causa de otro hecho de sociedad: el matrimonio está perdiendo sus características heterosexuales. Los hay homosexuales, incluso matrimonios sin sexo, que van en el mismo sentido de la disociación entre el matrimonio y la puesta en acto de la heterosexualidad. Se dirigen a la neutralización de la Otredad del Otro y hacia la reducción del amor a la amistad» [9]

Se cercena así al Otro sexo, a la alteridad del sexo. Y agrega C. Soler: «El Otro del que Uno se cercena es el Otro en la medida en que existe. El Otro que no existe, en el lugar del cual el discurso actual pone el contrato, es el Otro del lenguaje, que falta en lo que respecta a orientar la vida. Se lo suple por debates, esfuerzos de consenso para obtener un principio de homogeneización, de coexistencia de los goces. Pero la homogeneización de los discursos provoca efectos de rechazo y todo lo hetero queda afuera, ex». [10]

En la diferencia sexuada misma encontramos este esquema, en la medida en que el refugio del goce masculino queda centrado en el goce fálico, el de la mujer encarna un goce Otro. Pero las sorpresas de la emergencia de la pulsión hacen surgir al Otro, Otro goce en el cuerpo propio, que va más allá de los límites fálicos.

La neutralización del Otro de la heterosexualidad en nuestra época introduce la cuestión de pensar en la función social del amor heterosexual. La tesis freudiana ubicaba a la sexualidad femenina como rebelde a las sublimaciones de la cultura, a los intereses comunitarios, allí donde la mujer investía primordialmente los objetos más cercanos, el hijo, el marido, etc. Posición opuesta a la masculina, cuando la explicación freudiana se centra en una libido homosexual masculina sublimada, como soporte del vínculo comunitario.

La posición de Lacan, por el contrario, hace una apuesta a la libido heterosexual femenina cuando afirma que el deseo femenino es irreductible al Uno fálico, a la paridad contractual, pero también a la fragmentación social, en tanto sostiene la célula familiar. [11]

Pero el empuje a lo homogéneo, con su efecto de segregación, trae aparejado otro fenómeno que cada vez se instala más en nuestra época. Es lo que Lacan trabaja en «El despertar de la primavera», cuando toma de referencia la obra de Wedekind. Allí se pregunta qué es para los muchachos hacer el amor con las muchachas, marcando que no pensarían en ello sin el despertar de sus sueños. Aquí usa Lacan una frase que me gusta citar: Que el sujeto despierte no sólo de su sueño sino también de lo que cree que es su vigilia». Desde esa referencia, la adolescencia, implica, más que transformación, el surgimiento de algo radicalmente nuevo. Momento que reaviva al cuerpo como Otro, momento de alteridad a la que tendrá que responder con recursos inéditos en referencia al legado de la sexualidad infantil. Es el momento del encuentro, de confrontarse con el Otro sexo.

El punto que me interesa es señalar que la subjetividad de nuestro tiempo se caracteriza por una adolescencia interminable, vigilia de la que no se quiere despertar. El discurso actual, en tanto se caracteriza por borrar al sujeto como singularidad, tiene consecuencias subjetivas devastadoras. Hay un rechazo de la castración, de la división subjetiva y con ello el desprecio del amor. Si la adolescencia es la oportunidad de renovar las preguntas sobre la castración, sobre el sexo y sobre lo más singular del goce, preguntas con las que se abriría la posibilidad de acceso a la singularidad, nuestra actualidad la obtura con la velocidad de respuestas que van más en la dirección del consumo en todos los órdenes. Y una de las consecuencias es la ausencia de responsabilidad sobre el propio goce, una característica del hombre contemporáneo, que no escapó a Lacan cuando subraya como figura de la época a esa posición que nombra como la del niño generalizado. El resultado es una actualidad «inmersa en un fenómeno festivo, un goce colmante, un exceso constante, una abolición de la diferencia entre fiesta y no-fiesta, el borramiento de las antinomias, así como el borramiento progresivo de la diferencia sexual y el empuje a fusionarse con lo infantil». [12]

Más allá de aceptar su incidencia en lo social, la clínica nos pone cada vez más frente a niños generalizados, frente a esa falta de responsabilidad del sujeto ante su goce.

Más allá de la estructura sintomática de la sexualidad en el ser hablante, la clínica contemporánea muestra que el empuje de la época se ha extendido a los sexos, redoblando ese carácter sintomático de la sexualidad. El borramiento del Otro con el consiguiente empuje al exceso, al todo vale, borra también la ley de prohibición del incesto, la represión, la castración. Esto se manifiesta en una sexualidad actuada desde los encuentros múltiples, tanto hetero como homosexuales y bisexuales, encuentros esporádicos, casuales, sin compromiso del sujeto.

No se trata, para el analista, de la instauración de un Ideal, sino de la producción de un síntoma que instale al sujeto en un discurso que no desconozca lo real.

Para terminar, quisiera leer unos párrafos de una publicación del periódico madrileño: «El País», escrita por Vicente Verdú, titulada: «Este sexo mundo».

Referencias bibliográficas

  • Brodsky, G. (2004): «Clínica de la sexuación», p 77- NEL Bogotá
  • Brodsky, G. (2005): «Síntoma y sexuación» en «Del Edipo a la sexuación», p 43- Paidós, Buenos Aires
  • Lacan, J. (1973): «Televisión», p 125- Editorial Anagrama, Barcelona
  • Soler, C (1997): «La maldición sobre el sexo», p 111- Manantial- Buenos aires
  • Tendlarz, S. (2002): «Las mujeres y sus goces», p 144- Colección Diva- Buenos Aires
  • Tendlarz, S. (2002): Op. Cit, p 144
  • Tendlarz, S (2002): Op. Cit., p 142
  • Soler, C. (1997): Op. Cit, p 98
  • Soler, C. (1997): Op. Cit, p 117
  • Soler, C. (1997): Op. Cit, p 118
  • Soler, C (1997): Op. Cit, p 121
  • Salgado, M. (2004): «Adolescencia interminable. Un collage», p 141, en «Dispar 5»– Grama- Buenos Aires

 

Este sexo mundo
Por Vicente Verdú
De El País, de Madrid. Especial para Página/12

Si en Google se teclea la palabra «god» (Dios) aparecen 385 millones de entradas, pero con «sex» se rebasan los 400 millones. Tanto una como otra evocación han experimentado una colosal expansión en la última década. La primera, como obstinada búsqueda de lo que no se ve, y la segunda, en persecución de lo más expuesto y obsceno.

En 1995 se realizaban en España cinco películas pornográficas, pero en 2005 rondaban las 100. Entre tanto, las compañías distribuidoras sirvieron al mercado español más de 1200 títulos de diferentes procedencias extranjeras. Más de 700 millones de videos se alquilaron el año pasado en Estados Unidos, y, en conjunto, los ingresos de la industria norteamericana del porno, desde revistas hasta sex shops, desde páginas web hasta circuitos privados para hoteles, supera no sólo a la industria cinematográfica convencional, sino a los mayores negocios del deporte profesional unidos (béisbol, fútbol americano y baloncesto).

La revista Forbes, que elaboró en 2000 la lista de las 15 empresas más poderosas en el sector del porno, destacaba entre ellas a dos proveedoras de películas, juegos y servicios de Internet para hoteles. La primera firma y líder absoluto era On Command Corp., que cotiza en el Nasdaq y abastece hoy a un millón aproximado de habitaciones en más de 3500 hoteles de varias decenas de países.

Gracias a lo que se llama la Triple A –anonimity, access, affordability (anonimato, fácil acceso, bajo precio)– ha mutado no sólo la clase de pornografía que se distribuye, sino el público que la recibe. Ha cambiado tanto y en tal grado que Al Cooper, psicólogo de la Universidad de Stanford, habla de una «segunda revolución sexual», contando con que en el siglo XXI Internet ha ayudado a superar las inhibiciones puritanas y a convertir a cada cual, si lo desea, en un impune usuario de material sicalíptico. O incluso, cada vez más, protagonista del mismo a través de ofrecerse a los ojos ajenos mediante las webcams.

Con todo ello, el porno tiende a tejerse como un medio más corriente que excepcional. ¿Es porno Lucía y el sexo, Eyes wide shut, Intimidad, Babel, los documentales de la BBC? ¿Son porno los anuncios de Dior, las exposiciones de la Tate Britain, los programas de Lorena Berdún?

En los últimos festivales eróticos de Barcelona se acreditan más de mil periodistas, pero muchos certámenes de esta misma naturaleza han proliferado desde Cannes hasta Las Vegas en los últimos 15 años. Y hasta los libros de fuerte contenido sexual han aumentado en cerca del 400% durante ese intervalo.

¿El cuerpo desnudo? ¿La penetración? El mundo es un bulto desvestido y explorado en todos sus intersticios y anfractuosidades, recorrido en sus valles y montes, fotografiado sin cesar, poro a poro, como la pornografía que discurre sobre la superficie de la piel y el muslo.

Naked capitalism fue el título de un famoso artículo en The New York Times donde se mostraba el clamoroso éxito del sexo en el último capitalismo de ficción. Consumo de placer en su significación originaria y consumo hedonista como deriva de la cultura general del consumo en busca de la satisfacción candente e inmediata. Una forma de tratar con el muerdo a la energía de dos nuevos fundamentos: uno de carácter tecnológico, relacionado con la máxima comunicación y las ayudas anticonceptivas, y otro confundido con el derrumbe de la ética del ahorro.

Frente a la recta virtud de ahorrar, la redonda tentación de gastar. Frente a la limitación de las disponibilidades monetarias, la holgura de los plazos, los créditos fáciles, los endeudamientos sin sentimiento de culpabilidad. En la sociedad preconsumista, el sexo femenino debía administrarse con todo celo porque la mujer dependiente económicamente lo empleaba como el primer tesoro de su ajuar. Independizada económicamente, la contención femenina ha perdido gran parte de su valor. La sexualidad, en general, conserva su valor de uso, puesto que, en general, el sexo es muy divertido, pero no queda sujeto a la restricción necesaria para potenciar su valor de cambio social.

La liberación económica y moral de la mujer y los artilugios de fecundación paralelos han sido decisivos para la difusión del consumo sexual masivo. De ser esencialmente procreativo, el sexo ha pasado a transformarse altamente en recreativo, y, ya en ese territorio, el mercado ha ampliado el surtido y la viabilidad de las ofertas, incluyendo toda clase de edades, medios, invenciones, instrumentos y perversiones. El único tabú que queda acaso sin agotar es el tabú del incesto, pero del bukkake a la pedofilia, del sadomasoquismo al voyeurismo, la actualidad se halla saturada de ocasiones para todos los gustos. Y hasta los jóvenes, con posible acceso a una experiencia sexual sin contraprestación económica, eligen adentrarse en experiencias carnales que el comercio profesional ha dispuesto con mayor sofisticación y refinamiento.

Tener sexo con alguien ha rebajado, de acuerdo con su dificultad, la carga simbólica de hace años; pero, como ocurre con las obras liberadas de los derechos de autor, su propagación se ha expandido también en direcciones insólitas. Se ha extendido al punto de que si la publicidad desea hoy llamar la atención no puede esperar gran impacto de los reclamos eróticos, y con ello se explica el recurso a temas inéditos de destrucción y muerte, de horror, siniestralidad, miseria, drogadicción o extrema indigencia, para promocionar artículos de moda.

El desnudo femenino sigue siendo de mayor interés, pese a todas las feministas, pero lo masculino ha empezado a circular también como objeto en el circuito general. ¿Cómo no iba a ser de este modo? La liberación sexual de la mujer la ha librado de su unívoco rol de objeto, y actualmente la tendencia lleva a convertir a hombres y mujeres en objetos y sujetos alternativos, simultáneos o confusos. Con esta facilidad de intercambios, la velocidad de operaciones se ha multiplicado por mil, y el sexo ha llegado más lejos.

Por ejemplo, antes las feministas se mostraban en contra del género pornográfico, pero ya no. En los años ochenta aparecieron empresas de porno dirigidas por mujeres y películas escritas y dirigidas por ellas con más argumento y más psicología que la de los autores. Todavía sólo el 20% de los consumidores de porno son mujeres, pero el porcentaje ha crecido al compás de las nuevas productoras.

En Francia, en 1999, Virgine Despentes retó a la censura con su película Baise-moi (Fóllame), cuya proyección fue prohibida en los cines de exhibición general por el Conseil D’Etat. Después, Catherine Breillart (Romance), Jeanne Labrune (Prends gard à toi), Laetitia Masson (A vendre) o Briggitte Roüan (Post coitum) ampliaron la brecha. Con una y otra acción, la manga ancha del fenómeno se ha dilatado tanto que para algunos el no-sexo a la manera de las organizaciones anticonsumo se ha convertido en signo de distinción. Este movimiento en contra se llama a sí mismo los «A», una minoría del 1%, dicen, contraria al goce de la carne. Sus siglas completas son AVEN (Asexual Visibility and Education Network, www.asexuality.org), teniendo a gala clamar que «la A-sexualidad no tiene por qué ser exclusiva de las amebas».

Fuera de estos tipos alocados, la orgía corre sin fin de Occidente a Oriente y viceversa, de niños a ancianos y de heterosexuales a gays. Nadie debe verse anegado por esta inmensa inundación, pero ¿por qué no oreado de su fragancia y resplandor tras tantas y obsesivas décadas de tenebrosidad y asfixia?

Notas

* Psicoanalista en Guatemala. AME de la NEL (Nueva Escuela Lacaniana) y de la AMP (Asociación Mundial de Psicoanálisis).

Fecha: 17/03/2007
Modalidad: Presencial
Lugar: Teatro Coyoacán

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Soluciones eróticas o acerca de las vicisitudes del deseo y el goce

Soluciones eróticas o acerca de las vicisitudes del deseo y el goce

Susana Dicker

No hay cabida a la indiferencia ante la cuestión del erotismo. Ya sea que convoque al artista a escribir las prosas o los poemas más apasionados; a pintar, a esculpir o a fotografiar las imágenes más bellas; ya sea que invite al soñador a las fantasías más perversas, o al perverso a realizar los escenarios más acordes con su perversión. El erotismo «afecta», no deja indiferente, convoca desde el goce más primario del ser hablante. Pero, a lo largo de la historia y con el avance de la sofisticación que provee la civilización, la línea que separa erotismo y pornografía se ha hecho también más sutil.

La concepción psicoanalítica reconoce un forzamiento que sufre el sujeto desde el momento mismo de su nacimiento, desde lo más primario de su inserción social. Porque las condiciones de esa inserción le exigen un límite a un goce que, por definición, es autista, solitario.

Desde el momento mismo en que es recibido por el Otro social, el cuerpo del niño se convierte en un cuerpo marcado, ya no «natural», si cabe esa expresión. Las condiciones de su supervivencia estarán anudadas a las condiciones de la demanda y el deseo. A partir de allí se irá articulando como un cuerpo erógeno, donde su propio autoerotismo ya no le será tan «propio». El forzamiento que le impone la dialéctica de la demanda y el deseo, ya desde el inicio de su vida, abre el camino a las vicisitudes del deseo y del goce. El erotismo del infante, centrado en las zonas erógenas que darán forma a su cuerpo sexuado, ya está marcado por un más allá de la biología. A partir de allí se introduce en la deriva de las vicisitudes y paradojas de la vida erótica.

Una vida erótica que atrapó el interés de pensadores como el francés Georges Bataille. En el prólogo de su libro, «El Erotismo», dice: «El espíritu humano está expuesto a las más sorprendentes conminaciones. Se teme sin cesar a sí mismo. Sus movimientos eróticos le horrorizan. La santa se aparta con horror del voluptuoso: ignora la unidad de las pasiones inconfesables de éste último y de las suyas propias (…) Pero el hombre puede superar lo que le horroriza, puede mirarlo cara a cara. Gracias a ello escapa al extraño desconocimiento de sí mismo, que lo ha definido hasta ese momento».

Bataille se interesa por el sentido que el erotismo tiene para los humanos y descarta, de entrada, una aproximación por el lado de la ciencia. Más allá de que su referencia sea la actividad sexual en los animales sexuados y en los seres hablantes, aparentemente sólo estos han hecho de su actividad sexual, una actividad erótica, una búsqueda psicológica independiente del fin natural dado a la sexualidad reproductiva. Dice Bataille: «El erotismo es la aprobación de la vida hasta en la muerte. Es la exaltación de la vida. No obstante hay, en la búsqueda psicológica que lo acompaña, algo que no es extraño a la muerte. El Marqués de Sade decía: «No hay mejor remedio de familiarizarse con la muerte, que aliarla a una idea libertina».

Distingue erotismo y reproducción desde una interesante particularidad: mientras en esta última lo que se reproducen son individuos, distintos unos a otros, contables, discontinuos, en el erotismo se trata de borrar esa discontinuidad y sustituirla por un sentimiento de continuidad profunda. Toda la actuación erótica busca destruir la estructura del ser cerrado, del individuo en su unidad. Y, para ello es importante el desnudo, pues la desnudez abre a un estado de comunicación, anuncia esa des-posesión que se cristaliza en la acción erótica.

En el erotismo, lo que está en juego, es siempre una disolución de las formas constituidas. Se trata de trastornarlas. Desordenarlas al máximo.

La pasión de los amantes introduce y prolonga la fusión de los cuerpos y hasta puede tener un sentido más violento que el propio deseo de los cuerpos. Más allá de las promesas de felicidad que la acompañan introduce, antes que nada, trastorno y perturbación. Cuando esta pasión es tan grande se hace comparable a su contrario: el sufrimiento. Porque ella busca la fusión de dos seres, porque en el fondo es una búsqueda imposible, por eso ella compromete el sufrimiento.

Para Bataille, la actividad sexual de hombres y mujeres no es necesariamente erótica. Lo es cada vez que no es rudimentaria, que no es simplemente animal. Y piensa el camino de la sexualidad en el ser humano, un camino hecho de restricciones, prohibiciones, en especial respecto a la actitud para con los muertos y, casi al mismo tiempo, para con la actividad sexual. Son los tabúes primitivos que acompañaron este recorrido y, en la medida en que se hicieron vigentes, el sujeto se fue deslizando desde la sexualidad sin vergüenza hacia la sexualidad vergonzante de la que el erotismo se desprendió.

Si podemos definir a la experiencia erótica, podemos decir que es una experiencia personal de la prohibición y de la trasgresión. La transgresión levanta la prohibición sin suprimirla: éste es el resorte del erotismo. Transgrede la prohibición, pero manteniéndola, para disfrutar de ella. Pero esto no es siempre sin el precio de la angustia en tanto el ser hablante lleva inscripta la prohibición en lo más íntimo de su ser. En todos nosotros hay restricción a la libertad sexual. La hay como ley universal, pero en la medida en que se inscribe en nuestra historia personal.

El erotismo, en su conjunto, es infracción de la regla de prohibición de muerte y sexualidad. Empieza allí, donde acaba el animal, pero la pulsión es resorte de su fundamento. Un fundamento del que el ser hablante se aparta con horror pero al mismo tiempo lo sostiene.

El erotismo como experiencia del deseo busca sin cesar, afuera, un objeto…un objeto de deseo. El olfato, el oído, la vista, el gusto tienen un valor erótico intenso. El desnudo de una mujer hermosa puede encarnar la imagen del erotismo. «Pero el objeto de deseo es diferente del erotismo. No es el erotismo, sino el erotismo de paso por él», dice Bataille, allí donde el objeto erótico sirve al erotismo en su búsqueda de la fusión, del borramiento de los límites.

Hombre y mujer, en el juego del deseo y del goce, en una vida sexual en la que Freud ubica la actividad del lado de los hombres y la pasividad del lado de las mujeres. Sin embargo, reconoce que ellas son las que tienen el poder de provocar el deseo. Y no porque sean más bellas o deseables, sino porque se proponen al deseo. Se proponen como objeto al deseo agresivo de los hombres.

En las lógicas del encuentro entre los sexos, más allá de la posible dialéctica entre el deseo y el amor, no podemos desconocer la posibilidad del deslizamiento al exceso perverso, por un lado, o al enamoramiento idealizante, por otro.

Ya Freud había observado la dificultad de encontrar un equilibrio entre el deseo y el amor, allí donde el deseo no se consuma en un goce devastador, alejado de los componentes tiernos, garantes de la permanencia del lazo amoroso.

En la concepción freudiana, la clínica de la vida amorosa y su «pathos» revelan una fuerte disociación entre la idealización del objeto edípico, difícil de ceder, y su opuesta degradación. El desdoblamiento del objeto erótico es un fenómeno de estructura: el padre perverso o el padre idealizado; la santa o la puta, altar o burdel en los dos espacios donde se despliega la polaridad excluyente amor-deseo. Las variantes sintomáticas de la vida erótica pueden pensarse como efectos de la dificultad de armonizar esa polaridad en la constitución subjetiva.

La pareja consumada es aquella que puede sostener la tensión de la pulsión, el supuesto autoerotismo del goce, en el terreno del amor. El cuerpo pulsional se humaniza en la intimidad del sexo cuando la fusión libidinal no excluye ni lo real del sexo ni lo imaginario del amor.

Pero en la constitución de la pareja está la trampa misma de lo que puede ser su fracaso. Por un lado, la alianza necesita de pactos formales o implícitos que exigen permanencia y estabilidad y terminan dando forma a los noviazgos, matrimonios, concubinatos, etc. Pero eso mismo origina tensiones inevitables con el deseo, porque éste es siempre insatisfecho y se resiste a la exclusividad. Es la renovación permanente del conflicto deseo-ley que está en la base de la construcción de la subjetividad.

En tanto el erotismo es una experiencia personal de la prohibición y de la trasgresión, no es sin síntoma para el sujeto. Y de eso nos habla Freud en sus «Contribuciones a la Psicología del Amor», una trilogía que escribe entre 1910 y 1918.

La primera contribución la llama: «Sobre un tipo particular de objeto en el hombre» (1910). Examina allí lo que para él son las condiciones de la vida erótica. Condiciones que hacen a las soluciones eróticas.

Freud intenta pensar la relación sexual a partir de sus dificultades; de cómo se combinan el amor y el goce sexual; de cómo se relacionan hombres y mujeres; de cómo se eligen unos a otros. Y descubre que hay ciertas condiciones que, para algunos hombres, debe tener el objeto de amor. Una primera es la del «tercero perjudicado»: la persona no elige nunca, como objeto amoroso, a una mujer que permanezca libre. Siempre tiene que pertenecer a otro hombre, marido, prometido o amigo. Es decir que para reconocerla como deseable es necesario que sea no-toda de él. El sujeto queda ubicado como tercero excluido.

Pero hay una segunda condición: la mujer casta y fiel no alcanza el brillo para constituirse en objeto de amor; sólo es atractiva aquella cuya conducta sexual merezca mala fama y de cuya fidelidad se pueda dudar. Es la condición de amor por «mujeres fáciles», de mala reputación y cuya fidelidad es siempre dudosa.

Así como en la primera condición se satisfacían tendencias hostiles hacia el hombre a quién se arrebataba la mujer amada, esta segunda condición, la de la liviandad de la mujer, se relaciona con los celos. Pero lo interesante es que esos celos jamás se dirigen al poseedor legítimo de la amada, sino a extraños recién llegados de los que se puede sospechar. Incluso, en muchos casos, el amante no tiene deseo de poseer por sí solo a la mujer y está enteramente cómodo en una relación triangular. En el momento de los celos, el amor llega a su apogeo y toma un carácter compulsivo.

Dos condiciones más ya no tienen que ver con condiciones exigidas al objeto de deseo, sino con la conducta del amante. Y tenemos así al hombre que trata como objeto amoroso, muy valorado, a mujeres «livianas»; son las únicas personas a quienes pueden amar, se obsesionan con ellas y se auto-exigen fidelidad. Pero esto no significa que ésta será la única relación en su vida. Por el contrario, en ella se repetirán varias veces pasiones de esta índole donde los objetos de amor se irán sustituyendo, con igual intensidad, formando una larga serie. Lo interesante aquí es que, una vez que la posee, se produce la degradación del objeto.

La cuarta y última condición es aquella en la que el hombre tiende siempre, a «rescatar» a la amada. Está convencido de que ella lo necesita, que sin él perderá todo apoyo moral. Se trata de mantener a la amada en la senda de la «virtud» y allí, sí, puede volverse la mujer ideal.

Las mujeres se sitúan entre los hombres como «un valor de cambio», investido libidinalmente, ya sea como objeto idealizado o degradado. Desde ese valor fálico, la mujer puede deslizarse de la virgen a la prostituta. A nivel inconciente, a menudo coinciden en el mismo objeto, lo que a nivel conciente se presenta como opuestos. Se trata, entonces, del desdoblamiento del objeto erótico como fenómeno estructural.

Tanto en las condiciones de amor como en la conducta del amante, Freud reconoce efectos de la fijación infantil a la madre. Los objetos de amor llevan el sello de los caracteres maternos, aunque algunos parezcan contrariarlo. Así, el prototipo materno inaugura la serie de elecciones de objeto que serán los sustitutos amorosos.

Y a esto no es ajena una observación freudiana: «Si quien ejerce el psicoanálisis se pregunta cuál es la afección por la que se le solicita asistencia más a menudo, deberá responder que, prescindiendo de la angustia en sus múltiples formas, es la impotencia psíquica». Es importante no dejar pasar por alto que habla de impotencia psíquica cuando está pensando en la perturbación que afecta a hombres de naturaleza intensamente libidinosa, hombres muy deseantes que, en el momento del acto sexual, ven disminuida su potencia viril, con la consiguiente dificultad para llevar adelante el acto. Pero estos hombres saben que esa inhibición de su potencia sólo ocurre con ciertas personas y no con otras. Y la experiencia clínica devela un carácter universal en su etiología, lo que Freud señala como la fijación incestuosa no superada, a la madre y hermanas. Fijación que es la medida de la atracción de los primeros objetos amorosos infantiles reforzada por impresiones accidentales que se anudan al quehacer sexual infantil.

Esto es planteado por Freud en su segunda contribución: «Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa (o erótica)» (1912) donde sostiene que si el objeto de amor es un sustituto del prototipo infantil materno, el hombre debe poder rebajar un poco a la mujer para poder desearla sexualmente. Sólo es posible mantener activa la corriente sensual cuando encuentra partenaires que no recuerdan a los primeros objetos incestuosos y, por lo tanto, prohibidos. Así la vida amorosa de estos seres permanece escindida, separada en dos orientaciones: En una se degrada el objeto sexual y en la otra se reserva la sobreestimación para los objetos incestuosos. Se separan la puta y la santa y se gana así a la madre como objeto para lo sensual, por vía de la degradación.

Es decir que si hay una dificultad en la elección de objeto es porque el objeto elegido, la madre es, al mismo tiempo, partenaire prohibido.

Freud encuentra una diferencia entre hombres y mujeres: ellas no necesitan degradar el objeto sexual con la misma intensidad que el hombre, porque falta en ellas la sobreestimación del objeto. La condición aquí es lo prohibido; la condición de lo prohibido en un amor secreto. En la mujer es más fuerte el íntimo enlace entre prohibición y sexualidad. La búsqueda del obstáculo aumenta el valor libidinal y pueden, así, «gozar del amor».

La excepción está en las mujeres en posición masculina: ellas pueden degradar al hombre que desean, su amante, y mantener una relación matrimonial con un hombre idealizado.

Son soluciones eróticas que permiten, tanto a hombres como a mujeres sortear la impotencia psíquica y la frigidez femenina.

Lo interesante es que Freud plantea que la libertad sexual irrestricta no lleva a mejores resultados pues hace falta un obstáculo para el empuje de la libido. Allí donde la satisfacción amorosa no tropieza con dificultades, allí muere el deseo y decae el amor. Más aún, sostiene que en la naturaleza misma de la pulsión sexual hay algo desfavorable al logro de la satisfacción plena. Y, posiblemente, su raíz está, por un lado, en la prohibición del incesto que obliga a que el objeto sexual definitivo (si lo hay), nunca es el originario sino siempre un sustituto de aquél; y, por otro, que el camino del desarrollo libidinal se organiza entre contingencias y vivencias articuladas a las pulsiones parciales, en un proceso de erogenización del cuerpo que no garantiza que todas ellas terminen conformando la genitalidad adulta.

Hay una tercera contribución que hace Freud a la vida erótica: Es de 1918 y se llama: «El tabú de la virginidad». Aquí examina la lucha entre los sexos y subraya «la sujeción amorosa» o «servidumbre sexual» de la mujer hacia el hombre, semejante a la que se establece con el hipnotizador. Analiza «el tabú de la virginidad» y las perturbaciones en el matrimonio, donde el odio materno retorna y se transfiere al marido. Para Freud, la hostilidad que la mujer siente hacia el hombre es heredera directa del odio a la madre. Esto produce una combinación entre la sujeción amorosa y la hostilidad de la mujer hacia el hombre que, muchas veces- dice el autor- se agota en el primer matrimonio y el segundo ya puede ser más exitoso. Pero nada garantiza la felicidad conyugal y el odio puede retornar, eventualmente, en la relación entre los sexos y manifestarse, por ejemplo, en la frigidez de la mujer como respuesta a la pérdida de la virginidad.

Estas características que dan forma a la concepción freudiana de «La psicología del amor» y que nosotros podemos pensar como «las lógicas de la vida erótica» no hacen más que confirmar que, en sus orígenes mismos, la sexualidad humana es esencialmente traumática. Ya desde los primeros encuentros del bebé con el seno, se instala el choque entre las pulsiones y la coacción del mundo exterior. Pero hay algo que complica más a esa sexualidad arcaica: en ella la indistinción entre pulsiones hostiles y eróticas, deja sus efectos. Desde esa fusión pulsional, el amor no se distingue del odio. Y la tensión que resulta de ello buscará salidas que irán modelando las formas que adquirirá la sexualidad y el amor en la edad adulta: esas son las «soluciones eróticas» que el sujeto encuentra en el curso de la vida. Se trata de reconocer que, en la sexualidad humana, los objetos de deseo no son innatos. A nosotros nos corresponde descubrirlos. Esto se hace en la primera infancia y se redescubre en la pubertad construyendo un proceso que no se despliega sin dolores ni sacrificios. La vida amorosa no forma parte de la «naturaleza de las cosas» sino que corresponde a elecciones soportadas desde el inconciente, en una dialéctica deseo-goce que establece las condiciones del amor y sus tropiezos.

Freud insiste en la bisexualidad como estructura psicológica universalmente presente en los seres humanos. Plantea que una de las heridas narcisistas más fuertes para la megalomanía infantil es la que se sufre al tener que renunciar a la bisexualidad. La confusión que engendran esos anhelos bisexuales en la organización precoz de la subjetividad, gravita sobre numerosos aspectos de la misma. Gravita en las diferentes maneras en que tratamos de resolver nuestro deseo imposible de ser y tener los dos sexos. Gravita, también, en lo más recóndito de nuestro imaginario, allí donde invariablemente somos omnipotentes, bisexuales e inmortales.

Las vicisitudes de la vida erótica pasan por las manifestaciones más variadas. Entre ellas las inhibiciones de la función sexual que, en el varón, aparecen con más frecuencia en la impotencia, en la eyaculación precoz, en la ausencia de sensación de placer en el orgasmo, etc.; y que, en la mujer, se presentan como angustia directa a la función sexual, asco y frigidez.

Pero, más allá de estas inhibiciones, esas vicisitudes se plasman en las homosexualidades y en lo que en la concepción freudiana son nombradas perversiones.

El panorama no se concentra sólo allí. El psicoanálisis pone el acento en el cuerpo arcaico de la psicosomática y de los llamados trastornos de la alimentación. Para todos ellos, la insistencia de la compulsión de repetición, de la pulsión de muerte ligada siempre a lo erógeno del cuerpo desde lo más primitivo de la sexualidad humana.

Me detendré en el tema de las homosexualidades, como una de las posibles soluciones eróticas. Y lo digo en plural buscando ir más allá del mito por el que se la unifica al mismo tiempo que se unifican las explicaciones etiológicas.

Desde el psicoanálisis ponemos el acento en la condición de la libido (que incluye todos los aspectos de la pulsión sexual) de ejercer un doble movimiento: orientarse a personas del Otro sexo o invertirse en el propio. Ese doble movimiento libidinal instala, desde la concepción freudiana, dos tendencias que coexisten en cada niño y perduran en el inconciente de cada adulto. Reconocer el doloroso pasaje infantil por la contradicción entre las corrientes bisexuales y la monosexualidad orgánica nos permite comprender mejor las homosexualidades manifiestas y las tendencias homosexuales inconcientes de los adultos heterosexuales. Pero no podemos pensar que las orientaciones homosexuales adultas responden simplemente a una fijación en los anhelos bisexuales infantiles. Es mucho más complejo el camino a la identidad sexual y a la elección de objeto.

La orientación sexual no es definida por una práctica activa, sino regida por los deseos, las fantasías y las investiduras eróticas que perduran desde la infancia, sean actuadas o no. Por ello es esencial hablar de «homosexualidades», en plural, pues la homosexualidad incluye actos, objetos y estructuras que dan forma a la sexualidad, tal como podemos encontrar en las heterosexualidades. Por ello es importante escuchar en cada uno, la «teoría sexual» que soporta su sexualidad.

Para Serge André, la historia de la homosexualidad es la historia de la homosexualidad masculina. Desde los clásicos, es muy poco lo que se lee sobre homosexualidad femenina. Parecería que nunca se le concedió mucha importancia, en tanto uno de los supuestos es que el erotismo entre mujeres no supone los mismos riesgos (concientes e inconcientes) que el erotismo entre hombres. Pero la homosexualidad femenina y la masculina no son simétricas; las relaciones sexuales entre mujeres no son, en esencia, del mismo tipo que las que pueden darse entre hombres. Se trata de otra clase de erotismo y no de una réplica. Mientras en los hombres homosexuales se puede prescindir de toda referencia al otro sexo y formar una especie de circuito cerrado, la homosexualidad femenina- tal como cita S. André- implica la presencia, al menos potencial, de un tercero masculino a quien se le plantea su pregunta y su desafío: «¿Se puede amar de verdad a una mujer si se es un hombre?», «¿Cómo se ama a una mujer?», «¿Es posible hacer gozar a una mujer sin ser un hombre?». Preguntas que abren la vía a las diferencias clínicas en el terreno mismo de las homosexualidades femeninas.

Desde una concepción que toma como referencia el Edipo positivo, el hombre homosexual le deja todas las mujeres al padre para evitar todo conflicto con él. Por el contrario, la mujer homosexual le deja todos los hombres a la madre y desafía al padre en el terreno mismo de su deseo. Allí donde el hombre homosexual desiste, la homosexual, por el contrario, desafía el deseo paterno disputándole las mujeres y las insignias fálicas.

A nivel del acto sexual, en el caso del varón, está siempre el tabú de quién toma y quién se deja tomar; quién sodomiza y quién es sodomizado. Es decir que, en el momento del cuerpo a cuerpo, siempre habrá la cuestión donde uno de los dos adopta la posición de un hombre que se hace tratar como mujer. Sea cual sea la idealización de la virilidad que supone, la homosexualidad masculina pone en juego la posibilidad de una degradación de la virilidad y de su símbolo. En ese sentido, es más frecuente la culpabilidad que afecta al homosexual, en particular si se trata de un neurótico, y que no es tan evidente en la homosexual. En ella, en cambio, son más fuertes las angustias ligadas a fantasías de daño corporal o las que ponen en evidencia la división subjetiva, la pregunta misma por la feminidad. En muchas homosexuales está el convencimiento de que lo femenino pertenece únicamente a la madre.

La predilección sexual de una persona sólo se convierte en un problema clínico en la medida en que le produzca sufrimiento psíquico. Por ejemplo en homosexuales que sienten que a los ojos de su familia, de la sociedad, de ciertos valores, deberían ser heterosexuales, más allá de que su vida sexual sea satisfactoria. Muchas veces se trata de personas que, en el curso de un análisis descubren que terrores inconcientes le impidieron las relaciones heterosexuales. Pero en la mayoría de los casos, se aferran a la orientación que han asumido y al analista no le corresponde decidir la conveniencia o no del cambio de orientación.

Una pregunta nos queda pendiente respecto a la homosexualidad: ¿siempre hay que considerarla un síntoma o, por el contrario, sólo una versión posible de la sexualidad masculina o femenina? Más aún cuando en la vida de los heterosexuales encontramos también una variedad infinita de guiones eróticos, de objetos fetiche, de disfraces, de juegos sadomasoquistas, etc. que son como espacios privados en su vida amorosa, no compulsivos ni indispensables para llegar al placer sexual.

Las preferencias sexuales sólo son un problema para analizar cuando el sujeto vive su forma de sexualidad como fuente de sufrimiento. Muy pocas veces las personas están dispuestas a perder las soluciones eróticas que encontraron para resolver su problemática sexual.

Hay otras soluciones eróticas que se resuelven, esta vez, en el terreno de las llamadas perversas. La mayoría, tales como el fetichismo, las prácticas sadomasoquistas, el exhibicionismo, el voyeurismo, etc., son tentativas complicadas de mantener alguna forma de relación heterosexual. La condición para considerar perversas a las relaciones sostenidas por estas características es que uno de los partenaires sea completamente indiferente a la responsabilidad, las necesidades o los deseos del otro. Se trata de actos que casi siempre tienen que ver con acciones sexuales condenadas por la ley (abuso sexual de menores, exhibicionismo, violación…). Se trata, generalmente, de un forzamiento más allá del cuidado por la supervivencia del otro o del que ejecuta el acto. Esto es característico tanto de las relaciones sádicas como de las masoquistas. En ellas se hace valer el carácter absoluto de la maldad del goce, no por placer sino porque debe ser; deber que va más allá de los intereses vitales; deber más grande que la vida y el placer. No tiene límites mientras se consagra a él.

En todo deseo coexiste un núcleo perverso. De allí que la génesis de las perversiones podamos buscarla en el interior mismo de la sexualidad considerada «normal». No podemos pensar en perversiones que no sean sexuales. Freud es claro en esto cuando afirma que «en ningún hombre normal falta un agregado de carácter perverso al fin sexual normal y esta generalidad es suficiente para hacer notar la impropiedad de emplear el término perversión en un sentido peyorativo».

La génesis de las perversiones no puede ser revelada más que en los niños puesto que perversos y neuróticos conservan su sexualidad en estado infantil o han retrocedido hasta él.

La búsqueda de placer en el cuerpo erógeno, la curiosidad, el voyeurismo, el exhibicionismo y la crueldad están ya presentes como impulsos en la sexualidad infantil, mucho antes de que la genitalidad haya madurado en él, mucho antes que haya captado su alcance y su sentido.

Si las pulsiones sexuales y de crueldad aparecen tan temprano en la vida del hombre, si ellas pueden satisfacerse en zonas del cuerpo y en objetos que no son «preparados» por la naturaleza como específicos para satisfacerlas, tenemos que pensar que las soluciones eróticas en cada ser hablante, llevarán el sello de aquello que Freud nombró como una sexualidad infantil, perversa y polimorfa.

Referencias bibliográficas

  • Bataille, Georges (1957): El erotismo. Tusquets Editores, Argentina, 1997,
  • Freud, S (1905): Tres Ensayos de Teoría sexual. Obras Completas, Amorrortu Editores, Argentina, 1992
  • Freud, S (1910): Sobre un tipo particular de elección de objeto en el hombre. En: Contribuciones a la psicología del amor, I. Obras Completas, Amorrortu Editores, Argentina, 1992
  • Freud, S (1912): Sobre la más generalizada degradación de la vida amorosa. En: Contribuciones a la psicología del amor, II. Obras Completas, Amorrortu Editores, Argentina, 1992
  • Freud, S. (1918): El tabú de la virginidad. En: Contribuciones a la Psicología del amor, III. Obras Completas, Amorrortu Editores, Argentina, 1992
  • André, S. (1995): La impostura perversa. Ediciones Paidós, España, 1995
  • Dicker, S. (1998): El goce en el Marqués de Sade. En Metaphora, Publicación del GEP Guatemala, Guatemala, 2003

Notas

* Psicoanalista en Guatemala. AME de la NEL (Nueva Escuela Lacaniana) y de la AMP (Asociación Mundial de Psicoanálisis).

Fecha: 16/03/2007
Modalidad: Presencial
Lugar: UNAM-Colegio de Pedagogía